viernes, 9 de diciembre de 2016

Ciencia y filosofía deben complementarse como visión del mundo

Ciencia y filosofía deben complementarse como visión del mundo

Diversas propuestas buscan entender lo humano desde el diálogo entre todos los saberes


Desde que C. P. Snow, en Cambridge en 1959, pronunciara su influyente conferencia llamando la atención sobre la distancia entre lo que denominaba las “dos culturas”, las ciencias y las humanidades, y sobre la necesidad de superar esa brecha para promover un nuevo diálogo y alianza entre ellas, esa llamada no ha caído en el olvido. Al contrario, ha dado lugar a muy diversas propuestas sobre el modo de entender lo humano desde el diálogo entre todos los saberes: por un lado, las ciencias y las humanidades; y por otro la filosofía y la teología. El eco que tuvieron y siguen teniendo las ideas de Snow; así como la disparidad de propuestas que se han ido dando demuestran la densidad del problema y la dificultad de resolverlo. Por Carlos Beorlegui.



“El pensador”, de Auguste Rodin, representación clásica de un hombre inmerso en sus pensamientos. Fuente: Wikipedia.
“El pensador”, de Auguste Rodin, representación clásica de un hombre inmerso en sus pensamientos. Fuente: Wikipedia.
La relación entre ciencia y filosofía (humanismo), entre estas dos culturas, debería ir componiéndose dentro de un círculo virtuoso y en espiral, en el que la primera mirada sobre la realidad venga del lado de la ciencia, que constituye el primer acercamiento a la realidad pero no el último. 

La filosofía, a su vez, tendría que acompañar y reflexionar sobre los datos que nos aportan las ciencias, evitando la tentación, en la que cayó en parte en épocas pasadas, de pensar que posee como sólo filosofía un atajo directo para acercarse al ser de la realidad, es decir, como una cierta mirada eidética que le permita prescindir de las mediaciones científicas. 

De ahí que ciencias y humanidades están obligadas y llamadas a entenderse, siendo conscientes de que de tal entendimiento van a beneficiarse ambas, en la medida en que, como le indicaba el Papa Juan Pablo II al jesuita P. George Coyne, director del Observatorio Vaticano: “La ciencia puede purificar a la religión del error y de la superstición; la religión puede purificar a la ciencia de la idolatría y de falsos absolutos. Cada una puede traer a la otra hacia un mundo más amplio, en el que ambas pueden florecer”. 

Un diálogo necesario 
       
Entre los diversos autores que han continuado con el tema merece especial atención John Brockman y sus propuestas por una tercera cultura [1], concepto que ya sugirió en su momento Snow, y por un nuevo humanismo [2]. Pero, como vamos a ver, otros muchos autores se han ido uniendo a esta discusión, presentando propuestas semejantes o diferentes, como es el caso de E. O. Wilson, Consilience. La unidad del conocimiento [3], S. J. Gould, Erase una vez el zorro y el erizo [4], A. Blay, La Ciencia es cultura [5], A. Blanch, La nueva alianza de las ciencias y la filosofía  [6], o J. M. Sánchez Ron, La Nueva Ilustración  [7]entre otros muchos. 

Brockman es quien más directamente ha unido la propuesta de una tercera cultura con la de un nuevo humanismo, relacionando el diálogo de saberes, bajo la hegemonía de las ciencias, según su punto de vista, con la necesidad de cambiar nuestra concepción de lo humano, la imagen sobre nosotros mismos. Ambos aspectos están íntimamente relacionados, aunque cada uno de ellos tiene su propia autonomía y tiene que ser estudiado y reflexionado en su especificidad, para advertir las dificultades específicas que en cada una de las propuestas se halla encerrada, así como el trasfondo común en el que ambos problemas se apoyan. 

Estamos abocados, por tanto, a una doble tarea: la de conseguir la acertada receta epistemológica para establecer un diálogo y una adecuada convivencia y complementariedad entre las diferentes parcelas de la racionalidad, y la de converger en un modelo antropológico, que sepa conjuntar y complementar los nuevos avances científicos y humanísticos bajo la mirada crítica de la filosofía. 

Está claro que el empeño por dilucidar entre las diferentes imágenes o modelos antropológicos que en la actualidad se nos proponen, debido sobre todo a las continuas aportaciones de las ciencias, tiene una relación directa con el humanismo; también lo tiene la pretensión de conformar una nueva cultura, en la que no se aíslen los saberes sino que converjan y se complementen, en la línea de lo que significó el primer humanismo renacentista. 

Se trataría, por tanto, de conformar un nuevo humanismo, representado y personificado por nuevos intelectuales que no se encierran en una sola área o parcela del saber sino que se muevan con similar facilidad en el mundo de las ciencias y de las humanidades, en su sentido más amplio. De ahí que consideramos que nos hallamos ante el reto de conformar tanto un nuevo humanismo epistemológico como un nuevo humanismo antropológico

El primero se enfrenta al reto de dilucidar cuáles son las dificultades y soluciones que una correcta epistemología debería aportar al problema de la relación entre ciencias y humanidades; el segundo se tiene que enfrentar a la cuestión de si las aportaciones que las ciencias sobre el hombre nos están presentando continuamente son o no de suficiente calado como para dar lugar a un radical cambio de paradigma antropológico.  

Tras analizar la diversa problemática que se halla en juego en ambos aspectos del humanismo, trataremos de presentar las bases fundamentales que, desde nuestro punto de vista, permiten apoyar una correcta conjugación epistemológica de las diferentes racionalidades, como también una interpretación crítica de las aportaciones científicas sobre el hombre, para defender la imagen antropológica que consideramos más adecuada. 

Problemática del humanismo epistemológico 

1. La racionalidad difractada en una pluralidad de saberes 

La distancia actual entre los saberes científicos y humanísticos [8] posee una larga historia, no siempre pacífica  [9]. Desde los griegos, el saber se percibía como algo unitario, siendo la filosofía, como amor a la sabiduría, el saber fontanal y unitario, como un todo con diferentes facetas, del cual se han ido desgajando poco a poco los diferentes saberes, tanto por el lado científico como por el humanístico, como consecuencia de la inevitable especialización del saber, generándose distancias, desconocimientos y olvidos. 

En el Renacimiento se produce de nuevo un intento de unificación, de tal modo que el ideal del sabio aparecía entonces como aquel que estaba al tanto de los conocimientos de la mayoría de los saberes. Ese ideal humanista se fue diluyendo poco a poco, tanto porque un siglo después se va a producir el gran despliegue de las ciencias físico-matemáticas, como también porque, junto a su éxito, se irá imponiendo progresivamente la tendencia a primar como método de acercamiento a la realidad el método empírico, propio de las ciencias naturales, tendencia que cobrará una gran fuerza en el siglo XIX y culminará en el XX, amenazando con dar lugar a un imperialismo científico, situación en la que nos hallamos. 

Este panorama de progresivo distanciamiento y pretensiones de superioridad de los saberes científicos, en detrimento del prestigio de los humanísticos, y de la filosofía, es el que está al fondo del artículo de Snow. 

La progresiva tendencia a la especialización y a la parcelación de saberes estaba abocada inevitablemente a conflictos intermitentes, puesto que cada ámbito racional posee su propio enfoque epistemológico, y resultaba cada vez más difícil la pretensión de establecer fronteras y barreras nítidas entre tales parcelas, cuando todos somos conscientes de que tales fronteras son líneas lábiles y líquidas, no rígidas ni sólidas. 

Los grandes pensadores han insistido precisamente en que los avances del saber se han producido en gran medida cuando se han traspasado fronteras y se ha promovido el diálogo interdisciplinar. Y, por el contrario, el saber se ha atascado en conflictos paralizantes a consecuencia de discusiones estériles por defender fronteras y establecer jerarquías problemáticas entre disciplinas. 

De todos modos, hay que aceptar, por otra parte, que los saberes, aunque están interrelacionados entre sí (no en vano proceden de la misma fuente común, y son instrumentos de una misma racionalidad, la humana), mantienen su diferencia y especialización, porque cada uno se encarga de una faceta o perspectiva de la realidad que no conviene mezclar con otras, y se necesita, en último término, una correcta correlación jerárquica entre ellas. 

Esta función la ha ejercido tradicionalmente la filosofía, y creemos que tiene que seguir realizándola, aunque de un modo renovado, porque no existe una fórmula única, aceptada por todos, para cumplir ese cometido. En definitiva, la filosofía, en su empeño por definir su identidad y función, tiene que renunciar a su papel tradicional de reina de los saberes, situada en una inalcanzable torre de marfil, para replantearse el modo de seguir ejerciendo de la forma más adecuada, como indica Habermas, su misión de guardián de la racionalidad [10], papel al que no puede renunciar, si no quiere renunciar al sentido de su existencia.   

Pero no todos aceptan esta misión de la filosofía, en la medida en que, desde cientos ámbitos de la ciencia, se alzan voces que, empujadas por el extraordinario éxito de la racionalidad científica y de sus aplicaciones tecnológicas, pretenden arrojar a la filosofía al baúl de los recuerdos, para que sea la ciencia la que ocupe ese puesto hegemónico y rector  [11]. 

Hay otros autores que, sin llegar a tales extremos, están propugnando una nueva relación o alianza entre ciencias y filosofía, relación entre iguales, como si fueran dos aspectos de la realidad que no tienen nada en común. Tampoco faltan humanistas y filósofos que no experimentan la necesidad de abrirse al ámbito científico y dialogar con él, inconscientes de que la mirada científica es una mediación necesaria para alcanzar el ser de la realidad, no siendo ya suficientes las pretendidas intuiciones eidéticas, como si poseyeran un hilo directo con el ser de la realidad. 

Pero, aparte de las posturas extremas, se está abriendo camino la necesidad de abrir un amplio y respetuoso debate sobre la relación entre las dos culturas, con la idea de conformar un nuevo panorama de diálogo fecundo y crítico, que nos lleve a una situación nueva, la denominada tercera cultura. Se trata de una actitud necesaria, puesto que nos hallamos ante una nueva encrucijada que no sólo tiene consecuencias epistemológicas, sino también antropológicas, éticas y sociales. 

Ahora bien, afirmar que este diálogo es necesario, no supone reconocer que el resultado va a ser fácil, porque las propuestas de cara a reordenar el complejo conjunto de los saberes se hallan muy lejos de resultar fáciles de concordar. 

Es posible que la primera tarea consista en desarmar los menosprecios entre ambos bandos, porque, aunque es cierto que los filósofos tienen que acercarse más a las investigaciones científicas y valorarlas más, también lo es que un cada vez más amplio grupo de científicos tienden a menospreciar las reflexiones humanísticas y filosóficas, por obsoletas, con lo que en sus afirmaciones expresan el mismo defecto que achacan a ciertos filósofos (el olvido de los saberes de la otra cultura), y, sobre todo, un desconocimiento de la complejidad epistemológica que debe entrelazar y ordenar la república de los saberes. 

2. El segundo humanismo epistemológico: hacia la tercera cultura [12] 

Al igual que el primer humanismo, el renacentista, estaba propiciado por hombres que no se centraban en un área o parcela del saber, sino que tenían una curiosidad y ambición por estar al día en todos los conocimientos relevantes de su tiempo, la propuesta de Snow y Brockman tiene como objetivo promover un segundo humanismo, conformado por intelectuales que busquen un conocimiento universal, superando las barreras entre ciencias y humanidades, aunque el equilibrio entre ellos parece muy diferente al que proponían los renacentistas. 

La ya citada conferencia de Snow sobre las dos culturas, en Cambridge en 1959 [13], fue continuación de otro escrito anterior (octubre de 1956), publicado en la revista New Statesman, con el título “The Two Cultures”. Posteriormente, Snow publicó una segunda versión revisada de su conferencia de 1959 en Cambridge, haciéndose eco de las críticas recibidas a la primera versión, con el título Las dos culturas y un segundo enfoque. La polémica se extendió poco a poco a otros países, más allá de Inglaterra y Estados Unidos, y sus ecos llegan hasta nuestros días, reavivada por algunos escritos sobre la tercera cultura, como es el caso de J. Brockman, como vamos a ver.

2.1. El diálogo entre las dos culturas de Snow 

En su escrito, Snow señala las dificultades de comunicación entre científicos y humanistas, advirtiendo que tal distanciamiento está desembocando en un hiato entre las dos culturas, con actitudes encontradas y antitéticas entre ambas. Su situación personal la define como una síntesis entre la profesión propia, las ciencias naturales, y la vocación, la literatura. Pero ve que esta tensión se da en otros muchos profesionales de ambas culturas, entre los que abundan las incomprensiones mutuas. 

Snow no oculta su simpatía por los científicos, discutiendo la tendencia de los literatos de considerar a los científicos como optimistas empedernidos, puesto que él ve que también ellos son conscientes de las dificultades en que viven los humanos y la condición trágica de la vida humana, aunque su optimismo procede de su deseo de contribuir con sus investigaciones a que mejore la situación de las sociedades humanas. 

Snow advierte que la referencia a las dos culturas es una simplificación, puesto que habría que hablar de tres culturas o de muchas culturas, pero opta por referirse a dos por una cierta comodidad, ya que de ese modo se explicita mejor la separación sobre la que quiere hablar. 

A pesar de que, como hemos dicho, las simpatías de Snow se inclinan hacia los científicos, sus críticas se dirigen a ambos bandos, en la medida en que están llenos de malentendidos y de cegueras sobre el trabajo de los otros. En ese momento, Snow considera que la cultura occidental está dominada por literatos, en detrimento de la ya pujante cultura científica. Está claro que hay muchos científicos que no leen apenas obras literarias, pero lo mismo ocurre con los literatos, que apenas conocen nada ni leen nada sobre los avances de las investigaciones científicas. 

Este desconocimiento por parte de los humanistas de los avances científicos resulta para él incomprensible, dado que en el siglo XX se han producido unos avances espectaculares en diversos ámbitos científicos, que están suponiendo cambios acelerados para los seres humanos, no sólo en el terreno teórico y en la concepción del mundo y del ser humano, sino en las vidas concretas, como consecuencia de las aplicaciones tecnológicas. 

Para ello, basta fijarse en los avances de la física, con la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica, la biología y la genética, los avances en neurociencias e inteligencia artificial, etc. Snow también es consciente de que los espectaculares avances de las aplicaciones tecnológicas han pillado por sorpresa a los mismos científicos, presentándose el peligro de producirse aquí otra separación abismal, la que se da entre los científicos puros y teóricos y los dedicados a las aplicaciones técnicas. 

Pero no sólo se refiere Snow a los aspectos teóricos entre las dos culturas, sino que, en la cuarta y última parte de su conferencia, tiene en cuenta también al horizonte social en el que se desarrollan las ciencias y las humanidades, en la medida en que estamos en un mundo dividido entre ricos y pobres [14], y los avances de las ciencias están contribuyendo una cada vez mayor separación, un abismo, entre países pobres y ricos. 

De todos modos, Snow está también aquí contagiado del optimismo de los científicos, pues piensa que “esta desigualdad no durará mucho”, ya que los avances científicos se irán trasvasando de unas naciones a otras, y todas se beneficiarán al final de las ventajas que tales avances aportan. 

Por eso, piensa Snow que se necesitan hombres con formación y dedicación a la ciencia que contribuyan a que los avances científicos se extiendan también de los países ricos a los pobres. Se necesita, por tanto, una reforma de las enseñanzas universitarias, y de la enseñanza en general, para dar más espacio a las ciencias y formar a personas que contribuyan a no aumentar el abismo entre las dos culturas. 

En la segunda versión de 1963, Snow recoge algunas de las críticas recibidas a sus propuestas, volviendo a reafirmarse en la simplificación que supone hablar de sólo dos culturas, cuando habría que hablar de muchas, así como de la separación creciente entre ciencia pura y tecnología, separación que es un hecho, aunque él no considera que exista una separación cualitativa en lo teórico. Es consciente de que se está conformando un amplio número de intelectuales que trabajan por no ahondar el abismo entre culturas, sino por conformar lo que podría dar lugar a una tercera cultura, denominación que ya emplea Snow antes que Brockman. 

La verdad es que las dos versiones del texto de Snow dan lugar para hablar de muchos aspectos que en ellos están explicitados o sugeridos, como la relación entre los diferentes intelectuales de ambas culturas y sus implicaciones y responsabilidades morales sobre la marcha de la sociedad (guerras, pobreza, desigualdad, armamentismo, etc.), ámbito en el que se habían producido ambigüedades en intelectuales de ambos bandos. Pero no vamos a seguir en esa línea de reflexión porque nos llevaría lejos de la temática que nos interesa.  

Una consecuencia de la polémica provocada por Snow fue el despertar de otra, referida a la crisis de las humanidades, temática sobre la que se hizo eco un libro de 1973, dirigido por J. H. Plumb [15], en el que se hace referencia también a la situación interna de algunas ciencias sociales, como la sociología y la economía. Esta crisis de las humanidades (consideradas en toda su extensión: historia, lenguas clásicas, bellas artes, filosofía, teología) se hallaban en un momento de incertidumbre ante la progresiva pérdida de prestigio social, debido sobre todo a la creciente importancia del prestigio de los científicos y de su éxito a la hora de proporcionar productos de utilidad social. 

Las humanidades parece que se habrían estancado y encerrado en sus guetos, no advirtiendo la sociedad la utilidad de sus aportaciones, ensimismados en sus jergas estamentales y su creciente esoterismo. Así, las ciencias no paran de aportar resultados útiles a la humanidad, mientras que las humanidades parecen hallarse encerradas en disquisiciones inútiles.  

Claro que los críticos de estas posturas se han defendido siempre insistiendo en que la crisis de las humanidades no es tal, dado que no es tan importante que no se estudie tanto latín y griego, u otras materias humanísticas, sino más bien que no se orienten los valores de la sociedad hacia un sentido economicista y utilitario de la vida, así como el creciente impulso del monismo metodológico científico (sólo lo empírico y comprobable vale), con la consiguiente pérdida progresiva de la capacidad crítica. 

En esta línea, uno de los discrepantes más significativos sobre la tan cacareada crisis de las humanidades, Moses Finley, indicaba que no es tan importante la pérdida de peso del estudio de los clásicos en las enseñanzas, sino los valores que orientan los programas educativos, porque “no eran los clásicos quienes proporcionaban los valores, sino los valores los que seleccionaban los clásicos” [16]. 

Lo que resulta evidente es que los textos de Snow y las polémicas que se suscitaron, sirvieron para reflexionar sobre la relación entre los diferentes saberes y fueron el origen de múltiples esfuerzos por levantar puentes y renovar los programas educativos, tanto en las universidades como en las enseñanzas primarias y secundarias. Pero estamos muy lejos de haber resuelto el problema, como podemos ver analizando los libros de J. Brockman.    

2.2. La tercera cultura: una propuesta de J. Brockman 

Ya hemos visto que el propio Snow, en la segunda versión de su conferencia, se refería a una tercera cultura, superadora de las diferencias entre ciencias y humanidades, pero es J. Brockman quien más ha contribuido a la popularización de esta propuesta. J. Brockman es un empresario cultural y agente literario norteamericano, fundador en 1981 del Reality Club, un foro de encuentros periódicos entre artísticas, científicos, políticos y hombres de negocios. 

Más recientemente ha fundado la Edge Foundation, que edita su propia página web (www.edge.org) como instrumento para impulsar la tercera cultura. Sus ideas han sido recogidas y publicadas en dos libros, dirigidos por él: La tercera cultura [17] y El nuevo humanismo [18]. 

Para Brockman es evidente que hay un problema de conjugación y correcta relación entre los saberes científicos y los humanísticos, repitiendo los mismos tópicos que hemos visto en el apartado anterior. De ahí la necesidad de conformar una tercera cultura, ámbito de superación de esas diferencias y desencuentros. 

Brockman comienza su primer libro con esta definición de la tercera cultura: “La tercera cultura reúne a aquellos científicos y pensadores empíricos que, a través de sus obras y su producción literaria, están ocupando el lugar del intelectual clásico a la hora de poner de manifiesto el sentido más profundo de nuestra vida, replanteándose quiénes y qué somos” [19]. 

Así, en las dos publicaciones mencionadas se recogen aportaciones de diversos intelectuales, que poseen el perfil que Brockman nos acaba de indicar (nos encontramos con escritos de físicos como P. Davies, J. Doyne Farmer y R. Penrose, evolucionistas como R. Dawkins y S. J. Gould, biólogos como B. Goodwin, S. Kauffmann, L. Margulis, F. J. Varela, psicólogos como N. Humphrey y S. Pinker, filósofos como D. Dennett, entre otros). 

En esta definición podemos advertir la relación este las dos caras del problema que nos ocupa: la dimensión epistemológica y la antropológica. Se trata, por tanto, de establecer puentes epistemológicos entre los diferentes saberes, y tratar de confluir en un renovado modelo antropológico. 

Veíamos antes, en relación con la supuesta crisis de las humanidades, que se estaba dando una progresiva pérdida de prestigio de las publicaciones humanísticas en favor del conseguido últimamente por los divulgadores de las ciencias. Este es el fenómeno al que se refiere Brockman como uno de los hechos más significativos de la cultura actual. En estos últimos años el científico ya no necesita, para ponerse en contacto con el gran público, de la mediación de los humanistas, sino que su presencia se ha hecho visible y cercana a los lectores a través de sus libros de divulgación.  

De todas formas, entre la propuesta de Snow y la de Brockman hay una diferencia fundamental. En el caso de Snow, aunque veíamos que entre las dos orillas sus preferencias se inclinaban por el saber científico, su propuesta se encaminaba hacia un diálogo en postura de igualdad entre ciencias y humanidades. En cambio, en el caso de Brockman, no sólo sus preferencias se orientan hacia las ciencias, sino que su propuesta de tercera cultura parece consistir, como se lo han hecho ver sus críticos, en una fórmula cultural en la que las ciencias no se presentan ante las humanidades en clima de igualdad y en un diálogo simétrico para encontrar juntos la solución a este problema, sino que se convierten las primeras en el tipo llamado a dictar tanto las normas epistemológicas como antropológicas; esto es, las que dictan el método para hallar la verdad sobre la realidad, así como el nuevo perfil antropológico, el modelo que define a los humanos y les muestra las orientaciones sobre el sentido de la vida y la razón de nuestro existir. La ciencia será, en esta tercera cultura, según la propuesta de Brockman, la base y el fundamento de la epistemología, la antropología y la metafísica.     

2.3. Las críticas a la propuesta de Brockman [20],  y la continuación de la polémica entre E. O. Wilson y S. J. Gould 

Las propuestas de Brockman, como era de esperar, al mismo tiempo que aplaudidas por algunos, también han sido muy criticadas por diversos intelectuales, no sólo del lado de las humanidades, sino incluso de entre aquellos que el propio autor sitúa como modelos de la tercera cultura. La primera crítica genérica se centra en advertir que su propuesta no supone la superación de las dos culturas desde una nueva cultura que sintetiza los valores de las ciencias y las humanidades, sino más bien una imposición colonialista de las ciencias sobre las humanidades, esto es, un proponer para el futuro la victoria epistemológica de las ciencias naturales. 

No parece, por tanto, que la tercera cultura pretenda situarse en terreno intermedio, puesto que, tras criticar, con ciertas dosis de verdad, el desconocimiento de los saberes científicos por parte de los intelectuales humanistas, no se preocupa en criticar de igual forma a los científicos por su desconocimiento de las humanidades, algo tan evidente o más que en el caso de los humanistas. 

Por otro lado, hay quien opina que la propuesta de la tercera cultura es irrelevante. Es el caso, entre otros de P. Bourdieu, para quien esta propuesta representa una cultura de lo efímero y de la redundancia, que para él constituyen las características negativas de nuestra época [21]. 

En definitiva, para que resulte convincente y fructífera, la propuesta de una tercera cultura debería comenzar por renunciar al nombre y presentarse como una cultura sin más, que se convierta en un puente de enlace entre ciencias y humanidades, pero un puente en el que se transite en ambas direcciones, conformando un clima de diálogo y de pensamiento crítico, tanto en el aspecto epistemológico, como en sus implicaciones antropológicas, éticas y sociopolíticas.  

En esa línea, aunque con diferentes acentos, se orientan las propuestas de E. O. Wilson [22]  y S. J. Gould [23] en sendos libros en los que analizan esta problemática. Gould considera incluso justificado el enfrentamiento entre ciencias y humanidades. Lo hubo en cierta medida al inicio de la revolución científica, pero quizás no tanto en el presente. De todas formas, aunque Gould ve que estas diferencias son propias de la tendencia humana a las dicotomías, defiende el diálogo y la conciliación entre las dos culturas. 

Y aunque él es un científico, y se siente solidario con los enfoques científicos, discrepa totalmente de la propuesta reduccionista de Brockman y propone una cultura conformada por el diálogo constructivo y crítico entre ciencias y humanidades, mostrándose por ello contrario a la subordinación de éstas al imperialismo epistemológico de las ciencias. Y, a pesar de las muchas diferencias teóricas que mantiene con el líder de la sociobiología, E. O. Wilson, está de acuerdo con varias de las líneas generales que presenta éste en su libro Consilience, en el que advierte una postura más positiva y conciliadora de lo que en libros anteriores había mantenido. 

Como indica F. Fernández Buey [24], la nueva postura de Wilson constituye un claro distanciamiento de la línea del positivismo lógico del Círculo de Viena, orientada a construir una ciencia unificada, bajo la fórmula epistemológica del monismo fisicalista, con el principio de verificación como columna vertebral, fórmula a la que se adhería en fases anteriores el propio Wilson. El motivo del cambio lo expresa el propio Wilson en su obra: el fracaso del intento unificador del positivismo lógico de los intelectuales vieneses se debió a que las neurociencias no estaban suficientemente desarrolladas en esa época; por eso, Wilson entiende que, en el momento actual, las ciencias del cerebro constituyen la clave y la piedra de toque para la unificación de los saberes. 

Ahora bien, a pesar de que Wilson se aparta del proyecto unificador del fisicalismo del Círculo de Viena, no por eso renuncia al reduccionismo científico, que constituye la propuesta básica defendida en su libro. Wilson considera que la estrategia y el objetivo central de la ciencia es el reduccionismo, esto es, persigue la metodología del desmenuzamiento de la naturaleza en sus diversas partes, hasta llegar a sus partículas más elementales. 

A pesar de ello, Wilson entiende que a los científicos les interesa la complejidad de la realidad, no la simplicidad, pero entiende que el reduccionismo es la mejor manera de llegar a ella y entenderla. Por otro lado, Wilson considera que la estrategia de la concepción consiliente consiste en entender que todos los fenómenos tangibles que componen el mundo se basan en procesos materiales que son reducibles, en último término, a las leyes físicas. 

Esta estrategia, según Wilson, conduciría de por sí a unir las ciencias y las humanidades, reduciendo los ámbitos de estos dos tipos de saberes a la metodología científica. La diferencia está en que esa reducción es más compleja, y se necesita más esfuerzo, en el terreno de las humanidades que en el de las ciencias naturales. Por lo tanto, la diferencia entre los dos ámbitos, en opinión de Wilson, está en la magnitud del problema, no tanto en los principios que se necesitan para su solución. 

Como puede verse, por muchas matizaciones que presente Wilson, su fórmula no deja de ser un reduccionismo de las humanidades al monismo metodológico del ámbito científico, asemejándose su postura a la de Brockman y otros reduccionistas. De ahí que S. J. Gould discrepe de ambos por constituir un intento sólo unidireccional de construir puentes entre las dos culturas, entendiendo que cualquier solución válida tiene que proponer una relación bidireccional entre las dos orillas. 

Para Gould está claro que la ciencia es pertinente para investigar determinados ámbitos de la realidad, apoyada en el punto de vista de la metodología empírica y cuantificable, pero las humanidades son más adecuadas para otros aspectos de la realidad y para darnos una comprensión complementaria del mundo. Entre los ámbitos sobre los que las humanidades nos acercan de modo más adecuado que las ciencias está la dimensión ética y religiosa. Está claro para Gould que las ciencias, incluso las de la mente, no puede ir más allá de la antropología de la moral, esto es, de las condiciones de posibilidad de la moralidad, pero no puede decirnos nada de la moralidad de la moral, esto es, de los contenidos de la misma. 

Uno de los campos en los que las humanidades aportan elementos complementarios a las ciencias es el referente a la utilización de los mitos del pasado y de metáforas expresivas y pedagógicas a la hora de comunicar a la gente los contenidos de las investigaciones de los especialistas. Así, mientras Wilson utiliza en su libro la referencia al mito y la metáfora del hilo de Ariadna (el reduccionismo epistemológico, como hilo conductor del proceso de unificación de saberes, en clara referencia al mito de Teseo y Ariadna), Gould juega con las metáforas de la fábula del zorro y el erizo [25]. 

Gould desea que las ciencias y las humanidades se conozcan mejor y dialoguen entre ellas, pero, aunque hay un gran parentesco entre ambas, se trata de dos saberes con objetivos y lógicas propias, y no es necesario unificarlas ni reducirlas a una sola. En definitiva, frente a la consiliencia por subsunción reductiva que propone E. O. Wilson, S. J. Gould propone una consiliencia de diálogo y de igual atención a los dos saberes, al igual de lo que propuso en su momento sobre la relación y el diálogo entre ciencia y religión [26].      

2.4. Conjugación entre ciencia y filosofía 

Como puede verse, Wilson y Gould son un ejemplo claro de la diversidad de posturas a la hora de conjugar ciencias y humanidades, y dentro de éstas, la filosofía. La separación entre ambas culturas ya sabemos que se ha debido a múltiples razones, de las que son responsables tanto los humanistas como los científicos. Los primeros, sobre todo los filósofos, han ejercido a veces su papel con altas dosis de superioridad e imperialismo, pretendiendo imponer un dominio despótico desde la torre de marfil de su altanera e inaccesible racionalidad. Y los científicos, han querido aprovechar los evidentes éxitos de sus investigaciones y sus aplicaciones tecnológicas para pasar de defender una justa autonomía de su racionalidad, a proclamar la autosuficiencia de la misma. 
        
Las acusaciones que ambos bandos se dirigen son de lo más diverso. A. Bly, desde el convencimiento de que “la ciencia es el agente del cambio más universal y dominante” que se ha producido en nuestro mundo en los últimos siglos, advierte que los científicos, debido a ello, están empujados por “un gran optimismo acerca de lo que podemos conocer y realizar” [27]. 

En cambio, los filósofos adoptan una actitud menos optimista y más crítica, conscientes de que el saber tecno-científico, al mismo tiempo que ha traído grandes avances y bienestar, también es responsable de dejarse llevar por intereses económicos acríticos, y representar un serio peligro para la ecología, el crecimiento sostenible y otros retos que pueden poner en peligro el futuro de la humanidad y del planeta.   

Si la postura más extrema, en el diálogo entre ciencia y filosofía, la constituye, como ya dijimos S. Hawking, partidario de considerar a la filosofía como totalmente obsoleta y periclitada, y entendiendo que la racionalidad científica es la más adecuada para dar cuenta de todos los ámbitos de la realidad [28], otros consideran que ambas racionalidades deben caminar en paralelo, como dos barcos que caminan entrelazados por fuertes cuerdas que los unen, no extrañándose con ello que de vez en cuando se den choques esporádicos y conflictos eventuales, dado que cada uno de los dos barcos tienen su propio ritmo y velocidad. Es el ejemplo que pone D. Dennett en su diálogo con E. O. Wilson [29]. 

El problema está en cómo entender esta relación, bien sea como dos racionalidades similares, que se sitúan al mismo nivel jerárquico, o bien estableciendo algún orden entre ellos. En el citado diálogo entre Dennett y Wilson, éste entiende la relación entre ciencia y filosofía, citando una frase de B. Russell, de esta forma: “ciencia es lo que sabemos y filosofía lo que no sabemos”, con lo que Dennett está de acuerdo, diciendo que “yo entiendo la filosofía como aquello que haces cuando no sabes cuáles son las preguntas correctas” [30]. 

Parecería, sobre todo en el caso de Wilson, que la ciencia es la que presenta certezas, mientas que la filosofía, oscuridades, meros interrogantes. Esta relación entre ciencia y filosofía contrasta un tanto con el modo como la entendía el físico Erwin Schrödinger. La ciencia para él constituía el comienzo de la investigación, lo que le llevaba a encontrarse con los límites de la ciencia que le abocaban al asombro ante el misterio de la realidad. Así, “sus investigaciones comenzaban con el conocimiento y concluían con el asombro. Se espera de una investigación científica exitosa que ponga fin al asombro” [31]. 

El contraste con F. Bacon es evidente, en la medida en que éste restaba importancia al asombro, calificándolo de “saber reducido”, superado por la ciencia que aporta certezas, disipadoras de ese desconocimiento inicial que nutre el asombro. En definitiva, si para Bacon el asombro de la filosofía es completado con la investigación concreta de la ciencia, para Schrödinger es al revés: la concreción de las ciencias es desbordada por el asombro de la filosofía, y aunque puede sucederse un segundo momento en el que la investigación científica pueda dar concreción al asombro, siempre habrá otro desborde irreductible ante el asombro que nos plantea la hondura de la realidad, después de cualquier logro concreto de las ciencias. 

Esta tensión entre concreción científica y asombro filosófico se sigue manteniendo con más claridad en el presente, no consiguiéndolo retener los muchos avances de las ciencias. Y mientras los reduccionistas epistemológicos absolutizan el saber científico menospreciando el asombro filosófico, otros muchos autores son bien conscientes de que la ciencia, por más logros que consiga, siempre se sentirá abocada al asombro y al misterio, no sólo ante lo que le falta por saber, sino también, y sobre todo, en la misma contemplación de sus logros, que nos muestran la maravilla de la compleja urdimbre con la que está construida la realidad, y sobre todo el ser humano [32]. 

El propio Einstein consideraba que el misterio mayor de la realidad consiste en que pueda ser comprensible. Esta apertura ante el misterio de la realidad, que provocan nuevas cuestiones metafísica, se está dando tanto en la actualidad en el ámbito de la cosmología (la cuestión de la creación), como en el de las neurociencias y las ciencias cognitivas (el misterio de la mente y la relación mente-cerebro), así como en el extraordinario mundo del genoma (compleja relación entre genoma, proteoma y epigenética). 

Precisamente, como indica Leon Wieseltier (“Humanista jefe” de la Brookings Intitution), uno de los efectos más negativos de la mentalidad científica que nos invade, es el imperio de los datos. Las ciencias tratan de cuantificarlo todo, de reducir todo a datos. Y “debido a las cantidades altas de datos que generan las nuevas tecnologías, poseemos más números que nunca. Y esto suscita una cuestión básica: qué relación debe haber entre cuantificación y cultura, qué puede captar un número y qué no. Se les pide a los números que capten fenómenos humanos que no pueden captar. Se inventan medidas para dimensiones de la experiencia humana para la que no existen medidas: sólo palabras y descripciones matizadas, sutiles”. 

En definitiva, “el humanismo es una ética: la creencia en la solidaridad universal que los humanos deberían tener. También es la creencia en que algunos ámbitos de la vida humana no pueden entenderse de la manera en que la ciencia entiende las cosas. No es que el humanismo sea el enemigo de la ciencia: es el enemigo de la ciencia imperialista” [33]. 
    
La reflexión sobre toda esta problemática nos lleva a entender que la relación entre ciencia y filosofía no puede situarse en un nivel de igualdad, al estilo de dos líneas paralelas que se proyectan de forma asintótica hacia una fusión en el horizonte, sino a una relación en la que cada una de ellas posee una función diferente dentro del juego de las racionalidades. 

Así, mientras la ciencia se centra en dar cuenta de la dimensión fáctica de la realidad, esto es, en decirnos cómo funciona la realidad en sus diferentes aspectos (físico, biológico, psíquico, social, etc.), la filosofía se ocupa del sentido, de la interpretación de esos datos que nos aportan las ciencias [34]. 

Por tanto, si la ciencia se centra en cuestiones sobre el cómo (funcionamiento), la filosofía lo hace en las del por qué y para qué (sentido). No se trata, por tanto, de que la reducción de la ciencia a la dimensión fáctica se deba a que todavía le falta camino para descubrir los demás problemas y misterios de la realidad, sino porque en la medida en que se ocupara de los problemas del sentido estaría rebasando su cometido y renunciando a su esencia, a las condiciones que el estatuto epistemológico impone al saber científico, que remiten a la prueba empírica, a los datos objetivos y cuantificados, y a que pueda repetirse el experimento por cualquier otra persona. 

Eso no quita que cualquier científico tenga legitimidad para adentrarse y expresar el significado de los datos científicos que ha descubierto, pero tiene que saber que en ese caso está traspasando el nivel de lo científico para introducirse en el filosófico, en el que seguramente está menos preparado y especializado y, por lo tanto, tiene más riesgo de equivocarse. De ahí que nos encontramos con una cierta frecuencia con científicos de primera línea que no dan la talla a la hora de adentrarse en las interpretaciones filosóficas de los avances científicos que están contribuyendo a aportar.  

Esto también nos hace pensar que cuando se habla de los conflictos o de las dificultades de conjugar ciencia y filosofía, o teología, el problema no suele estar en la relación entre esas disciplinas, sino más bien en conjugar diferentes filosofías e interpretaciones de los datos científicos. Por tanto, se trata de conflictos entre filosofías, entre cosmovisiones de la realidad, que ven e interpretan de forma diferente, como no puede ser menos, la significación de las aportaciones que nos suministra la ciencia. 

En definitiva, el nuevo humanismo que hoy día se está proponiendo, en su empeño por imitar la ambición y la universalidad de saberes que poseía el humanismo renacentista, apunta a la necesidad de que la cultura científica y la humanística no caminen dándose la espalda, ignorándose o pidiendo la supresión del otro, sino mirándose a la cara y complementándose, dentro de la jerarquización de saberes que una correcta epistemología defiende. 

De este modo, ciencia y filosofía tienen que ir de la mano, sabiendo que la ciencia es la que posee la primera palabra sobre la realidad, pero no la última. Y a la filosofía es a quien corresponde lidiar con las cuestiones últimas, pero nunca sin la mediación y saltándose las aportaciones de las ciencias.

Demarcación epistemológica entre saberes   
   
Por tanto, el tema de la separación entre las dos culturas y la necesidad de un diálogo integrador, no eliminador, tiene que verse en su profundidad y no tiene que quedarse en detalles superficiales. 

No se trata de que las humanidades se sienten frustradas y celosas porque la ciencia esté consiguiendo hoy día grandes éxitos y aportaciones importantes a la humanidad, así como una gran divulgación de estos saberes, proliferando los bestsellers en el campo científico. Bienvenidos sean estos éxitos tanto en los resultados de las ciencias como en la divulgación editorial de sus libros, documentales divulgativos y programas de TV. Pero el tema de fondo que hay que dilucidar, desde el punto de vista epistemológico, es qué papel le corresponde desempeñar a cada una de las racionalidades humanas [35]. 

Nunca ha estado del todo clara la distinción epistemológica entre las diferentes parcelas del saber. Ya de entrada, el saber filosófico, al que en principio le corresponde y se presenta como la instancia desde la cual establecer estas distinciones, se ha visto a sí mismo en permanente búsqueda de su identidad, tarea previa a su función de guardián de la racionalidad. Las diferentes disputas, durante el s. XX, entre el método específico de las ciencias naturales y las ciencias humanas, tanto en primer lugar entre el positivismo y la hermenéutica de Dilthey (explicación y comprensión), como, en segundo lugar, entre el racionalismo crítico de Popper y Albert y la Teoría Crítica de Adorno y Habermas, así como los posteriores intentos de confluencia entre ambos métodos, por parte de teóricos de ambos lados de la disputa (Hempel, W. Dray, Anscombe, Winch, Gadamer, Ricoeur, Ladrière, etc.) [36], así como las reflexiones de autores significativos sobre la identidad y las funciones de la filosofía en la actualidad [37], nos hacen ver que el problema está muy lejos de ser sencillo y fácil de consensuar. 

Incluso dentro de la propia filosofía, nos hallamos lejos de coincidir del todo en los rasgos que definen su identidad, constituyendo precisamente la historia de la filosofía el conjunto de los esfuerzos por llegar a entenderse y definirse. Pero en lo que sí parece haber un cierto consenso es en la necesidad de que la filosofía deje de actuar como un juez inapelable, que desde su torre de marfil dicta sus sentencias y orientaciones al resto de las demás parcelas de la racionalidad, para, por el contrario, ponerse a la altura de éstas y dialogar con ellas para desarrollar de una manera más realista su función de guardiana de la racionalidad. 

De todos modos, aunque no hay un consenso total sobre las tareas de los diferentes saberes, parece evidente, por su definición, que a las ciencias les corresponde dar cuenta de la dimensión fáctica de la realidad, esto es, descubrir cómo es y cómo funciona la realidad en sus diferentes facetas, mientras que a la filosofía le compete el ámbito de la dimensión de sentido y los aspectos normativos. Los saberes científicos (sobre todo la genómica y las neurociencias) nos están aportando cada vez más datos sobre las bases biológicas de la racionalidad, de la capacidad pensante y normativa de la mente humana, pero no son competentes a la hora de dilucidar los contenidos racionales del pensamiento complejo y de la ética, función que corresponde a la filosofía [38]. 

Sólo desde estos presupuestos parece razonable avanzar en un diálogo fructífero entre las dos culturas, para ir construyendo no tanto una tercera cultura, sino una cultura renovada en la que los diversos saberes se articulen desde una correcta conjugación epistemológica en la línea que estamos indicando, aunque dicha conjugación haya que entenderla en constante recomposición. 

Por otro lado, uno de los fenómenos que en la actualidad se está produciendo, y que seguramente constituye la razón más importante en este conflicto de racionalidades, consiste en que si en el pasado eran más bien los diferentes capítulos de las humanidades los que aportaban avances en la profundización del conocimiento de la realidad y del ser humano, en estos momentos es posible que esa labor de avanzadilla y de trinchera que hacen surgir y desencadenar las cuestiones más vitales para los humanos, la realicen las diversas parcelas del saber científico. 

Y prueba de ello es que las grandes cuestiones filosóficas y metafísicas que centran las discusiones intelectuales en la actualidad, como son la cuestión del origen del universo, la historia del mismo y los interrogantes sobre el ajuste fino de esa historia y el principio antrópico, la posibilidad de que existan otros universos paralelos al nuestro, la posibilidad de que haya vida, e incluso vida inteligente en otros planetas situados en otras galaxias, la pertinencia de seguir defendiendo una imagen del ser humano como ser libre o, por el contrario, se halla determinado por sus estructuras genómicas o cerebrales, el poder curar múltiples enfermedades que parecían incurables hasta hace no mucho tiempo, la posibilidad de retrasar el envejecimiento y alargar la duración de la vida, etc., estas grandes cuestiones, y otras que podríamos enumerar, se deben sin duda a los avances de la investigación científica, que ponen en cuestión muchas zonas del saber tradicional y nos aboca al reto de tener que realizar cambios paradigmáticos tanto en la imagen de nosotros mismos como en la cosmovisión global del mundo. 

Los científicos han tomado conciencia de que son ellos los que se encuentran, como consecuencia de sus investigaciones, ante cuestiones de hondo calado que hasta hace no mucho parecían reservadas exclusivamente a humanistas, filósofos y teólogos. Son cuestiones que les sobrepasan, pero que no pueden dejar de lado, como si no fuera con ellos y no les interpelaran, cuestiones que a veces creen poder resolver desde su propia perspectiva y con las herramientas científicas. 

De ahí la dificultad con la que se hallan los científicos de saber conjuntar, en su empeño por interpretar y divulgar sus investigaciones, el aspecto descriptivo de la ciencia y el normativo y de sentido propio del nivel filosófico. Y más todavía si advierten (en muchas ocasiones con razón) que la filosofía estaba en parte ausente de realizar este cometido que, por responsabilidad directa, le pertenecía. 

Pero considero que hay un punto más importante. Se ha discutido durante mucho tiempo, en el ámbito de la filosofía de la ciencia, si esa filosofía la tenían que proponer los filósofos o los propios científicos. Está claro que el ideal debiera ser que el sujeto de esta tarea debiera ser quien supiera tanto de ciencia como de filosofía [39]. Pero lo interesante está en que para guiar el buen desarrollo del cometido científico, no es suficiente que la filosofía le marque desde fuera, desde un nivel extrínseco y abstracto, las orientaciones que debe discernir, en el terreno de la aplicación teórica, sobre qué sea ciencia y cómo hacerla de la forma adecuada. 

Ocurre más bien que, tanto en el terreno de la filosofía de la ciencia, como en el de la denominada ética aplicada [40], el procedimiento adecuado no debe ser el deductivo, ir de arriba hacia abajo, esto es, de los grandes principios a la deducción aplicada de sus contenidos en el ámbito de la práctica; ni tampoco el inductivo, de abajo hacia arriba, sino mantener un círculo hermenéutico, que conjugue el despertar de las cuestiones desde el terreno práctico de las investigaciones científicas con el acompañamiento hermenéutico e interpretador de las orientaciones de la filosofía, que no serán de tipo dogmático, sino que se irán alimentando y acomodando a la realidad a medida que se van produciendo los avances en el terreno de la investigación científica. 

Así, la relación entre ciencia y filosofía, entre las dos culturas, se irá componiendo dentro de un círculo virtuoso y en espiral, en el que la primera mirada sobre la realidad venga del lado de la ciencia, que constituye el primer acercamiento a la realidad pero no el último; y la filosofía tiene que acompañar y reflexionar sobre los datos que nos aportan las ciencias, evitando la tentación, en la que cayó en parte en épocas pasadas, de pensar que posee un atajo directo para acercarse al ser de la realidad, una cierta mirada eidética que le permita prescindir de las mediaciones científicas. 

De ahí que ciencias y humanidades están obligadas y llamadas a entenderse, siendo conscientes de que de tal entendimiento van a beneficiarse ambas, en la medida en que, como le indicaba el Papa Juan Pablo II al jesuita P. George Coyne, director del Observatorio Vaticano, en relación al diálogo entre ciencia y teología, que se puede aplicar también a la filosofía: “La ciencia puede purificar a la religión del error y de la superstición; la religión puede purificar a la ciencia de la idolatría y de falsos absolutos. Cada una puede traer a la otra hacia un mundo más amplio, en el que ambas pueden florecer”  [41].

Notas: 

[1] Cfr. BROCKMAN, John (ed.), La tercera cultura. Más allá de la revolución científica, Barcelona, Tusquets, 1996.
[2] Cfr. BROCKMAN, J. (ed.), El nuevo humanismo y las fronteras de la ciencia, Barcelona, Kairós, 2007.
[3] WILSON, E.O., Consilience. La unidad del conocimiento, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1999.
[4] GOULD, S.J., Erase una vez el zorro y el erizo. Las humanidades y la ciencia en el tercer milenio, Barcelona, Crítica, 2004.
[5] BLY, Adam (ed.), La Ciencia es cultura. Conversaciones en la nueva intersección entre ciencia y sociedad,Barcelona, Biblioteca Buridán, 2011.
[6] BLANCH, A. (ed.), La nueva alianza de las ciencias y la filosofía, Madrid, UPCO, 2001; Id. (ed.), El sentido del hombre en el universo, Madrid, UPCO, 1999; FEITO, Lydia (ed.), Nuevas perspectivas científicas y filosóficas sobre el ser humano, Madrid, UPCO, 2007. 
[7] SÁNCHEZ RON, J.M., La Nueva Ilustración: Ciencia, Tecnología y Humanidades en un mundo interdisciplinar, Oviedo, Edic. Nobel, 2011. Esta temática no está reducida al ámbito académico, sino que se convierte así mismo, de forma intermitente, en centro de atención periodística: cfr. El País, 24 de abril de 2016, en Ideas, hojas dominicales (pp. 1-5) dedicadas al abandono de la filosofía y las humanidades, por el predominio de la ciencia y la tecnología, tanto en los programas de enseñanza como en todos los ámbitos de nuestra sociedad. 
[8] En realidad, tanto cuando nos referimos a las denominadas dos culturas, estamos cayendo en una simplificación, quizás necesaria, de la que ya era consciente el propio Snow. Es evidente que dentro de las ciencias hay saberes de muy diferente tipo, con metodologías y estatuto epistemológico muy diverso. Y lo mismo hay que decir de las humanidades, dentro de las cuales se sitúan tanto las artes, como la literatura, la filosofía o la teología. En estas páginas vamos a primar el enfoque de la problemática existente entre las ciencias y la filosofía, como uno de los centros de interés intelectual de mayor actualidad. Para una visión completa de las relaciones entre saberes y los retos de la interdisciplinaridad, cfr. MARTIN MORILLAS, Antonio M., “Polimorfismo y movilidad. Fundamentos epistemológicos de la interdisciplinariedad en el conocimiento”, en ALONSO BEDATE, Carlos (ed.), El saber interdisciplinar, Madrid, UPCO, 2014, pp. 21-56; BLANCH, A. (ed.), La nueva alianza de las ciencias y la filosofía, Madrid, UPCO, 2001.
[9] Cfr. GARCÍA BORRON, J.C., La filosofía y las ciencias. Métodos y procederes, Barcelona, Crítica, 1987; UDÍAS VALLINA, A., Ciencia y religión. Dos visiones del mundo, Santander, Sal Terrae, 2010.
[10] Cfr. HABERMAS, J., “La filosofía como vigilante (Platzhalter) e intérprete”, en Conciencia moral y acción comunicativa, Buenos Aires, Planeta-Agostini, 1994;  Id., “¿Para qué aún filosofía?”, Teorema, IV/2, 1975. 
[11] Un caso ejemplar de esta postura lo constituye S. Hawkins, en  HAWKING, S./MLODINOW, L., El gran diseño, Barcelona, Crítica, 2010, cap. I, pp. 11 y ss. Cfr. BEORLEGUI, C., “Las relaciones entre ciencia, filosofía y teología (A propósito del último libro de S. Hawking)”, Letras de Deusto, 41 (2011), nº 130, pp. 103-133.
[12] Para una presentación más completa, cfr. FERNÁNDEZ BUEY, Fr., Para la Tercera Cultura. Ensayos sobre ciencias y humanidades, Barcelona, El Viejo Topo, 2013 (Edición de S. López Arnal y J. Mir).
[13] Cfr. SNOW, C.P., The tow cultures and the scientific revolution, New York, Cambridge University Press, 1959 (trad. cast.: Las dos culturas y la revolución científica, Madrid, Alianza, 1977; ha tenido varias reediciones).
[14] Snow indica que estuvo a punto de titular su conferencia Ricos y pobres, pero al final no se decidió, aunque se arrepentía de no haberlo hecho
[15] Cfr. PLUMB, J. H., Crisis in the Humanities, Londres, Penguin Books, 1973.
[16] Cita tomada de FERNANDEZ BUEY, F., Para la tercera cultura, o.c., p. 189.
[17] Cfr. BROCKMAN, John (ed.), La tercera cultura. Más allá de la revolución científica, Barcelona, Tusquets, 1996.
[18] Cfr. BROCKMAN, J. (ed.), El nuevo humanismo y las fronteras de la ciencia, Barcelona, Kairós, 2007.
[19] BROCKMAN, J., La tercera cultura, o.c., p. 13.
[20] Cfr. FERNANDEZ BUEY, F., o.c., pp. 200 y
[21] Cfr. Ibídem, p. 203.
[22] Cfr. WILSON, E.O., Consilience. La unidad del conocimiento, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1999.
[23] Cfr. GOULD, S.J., Erase una vez el zorro y el erizo. Las humanidades y la ciencia en el tercer milenio, Barcelona, Crítica, 2004.
[24] Cfr. o.c., pp. 207 y ss.
[25] El título de su libro ya citado, Érase una vez el zorro y el erizo, hace referencia al de I. Berlin, El erizo y la zorra. Tolstoi y su visión de la historia, Washington, 1980 (original de 1953), en el que compara dos tipos de personas, representados en el erizo y el zorro: el primero tiende a simplificar el mundo, viéndolo desde una ley unificada, mientras que el segundo es incapaz de ello, moviéndose en una gran  variedad de ideas y experiencias. Para Berlin, Tolstoi representaría una síntesis de ambas posturas. Pero la referencia a esta tipología es mucho más antigua que el libro de Berlin (aparte de que la significación de ambos tipos de animales es aleatoria), puesto que éste la toma de un proverbio del poeta griego Arquíloco: “Mientras que el zorro sabe de muchas cosas, el erizo sabe mucho de una sola cosa”, considerando más positiva la postura del erizo que la del zorro. Esta idea fue posteriormente recogida en la fábula de Esopo, titulada El zorro y el gato, en la que la actitud del erizo es ahora sustituida por la del gato, con el mismo criterio de superioridad de la actitud del gato respecto a la del zorro: cuando llega un enemigo, el gato tiene clara la solución (subirse a un árbol), mientras que el zorro, incapaz de tomar una solución rápida, bloqueado por las muchas que tiene, perece ante la llegada del depredador. Normalmente se ha solido considerar la postura del erizo (o del gato) superior a la del zorro, por entender que ésta es plural, dispersa, y obstaculizadora de una toma de decisiones rápidas. Pero no está claro que en la actualidad se vea esto así. S. J. Gould utiliza estas metáforas para expresar la manera en que ciencias y humanidades pueden interactuar entre sí. La postura del erizo es simplificadora y eficaz, pero puede ser un estorbo para adoptar una postura más abierta y dialogante ante otras formas de entender la realidad, como es el caso del diálogo entre las ciencias y las humanidades.
[26] Cfr. GOULD, S.J., Ciencia versus religión. Un falso conflicto, Barcelona, Crítica, 2007.
[27] BLY, A. (ed.), La ciencia es cultura, o.c., “Introducción”, p. 10.
[28] Cfr. HAWKING, S./MLODINOW,L ., El gran diseño, o.c.
[29] Cfr. WILSON, E.O./DENNETT, D., “Filosofía evolucionista”, en BLY, Adam (ed.), La ciencia es cultura, o.c., cap. 1. , p. 24.
[30] WILSON, E.O./DENNETT, D., o.c., p. 20.
[31] POGUE HARRISON, Robert, “Schrödinger sobre mente y materia”, en VV.AA., Mente y materia. ¿Qué es la vida? Sobre la vigencia de Erwin Schrödinger, Buenos Aires, Katz Editores, 2010, pp. 23-56; 24.
[32] Cfr. BEORLEGUI, C., “La ciencia actual abre nuevos interrogantes metafísicos”, en página web de Tendencias 21 de las Religiones, 10 de febrero de 2014 (www.tendencias21.net); Id., “Cuando la física sustituye a la metafísica, el conocimiento pierde”, publicado en la página web Tendencias 21 de las Religiones, 22 de abril de 2014 (www.tendencias 21.net).     
[33] WIESELTIER, Leon, entrevista de Marc Bassets, “El humanismo no es enemigo de la ciencia”, El País, Ideas, 24 de abril de 2016, p. 5.
[34] Cfr. BEORLEGUI, C., “Diálogo entre ciencia y fe. ¿Integración o incompatibilidad?”, en BERMEJO, Diego (ed.), Pensar después de Darwin, Santander/Madrid, Sal Terrae/UPCO, 2014, pp. 291-338; UDÍAS VALLINA, A., Ciencia y religión. Dos visiones del mundo, Santander, Sal Terrae, 2010.
[35] Cfr. ZAMORA BONILLA, J., Cuestión de protocolo. Ensayos de metodología de la ciencia, Madrid, Tecnos, 2013; GARCÍA BORRÓN, J.D., La filosofía y las ciencias, o.c.
[36] Cfr. WRIHGT, G. H. von, Explicación y comprensión, Madrid, Alianza, 1979, cap. 1º; MARDONES, J.M., Filosofía de las ciencias humanas y sociales, Barcelona, Anthropos, 1991; BEORLEGUI, C., Antropología filosófica. Nosotros: urdimbre solidaria y responsable, Bilbao, Universidad de Deusto, 1999, pp. 79-122.
[37] Cfr. HABERMAS, J., “La filosofía como vigilante (Platzhalter) e intérprete”, o.c.;  Id., “¿Para qué aún filosofía?”, o.c. 
[38] Cfr. CORTINA, A., Neuroética y neuropolítica, Madrid, Tecnos, 2011; CORTINA, A. (ed.), Neurofilosofía práctica, Granada, Comares, 2012; BEORLEGUI, C., “Etica y neurociencias: una relación necesitada de clarificaciones”, Letras de Deusto, 38 (2008), nº 119, 181-218.   
[39] Cfr. POPPER, K.O., Lógica de la investigación científica, Madrid, Tecnos, 1951; SEIFFERT, H., Introducción a la teoría de la ciencia, Barcelona, Herder, 1977; LOSE, Jon, Introducción histórica a la filosofía de la ciencia, Madrid, Alianza, 1976/1979; FERNÁNDEZ BUEY, Fr., La ilusión del método. Ideas para un racionalismo bien temperado, Barcelona, Crítica, 1991/2004. 
[40] Cfr. CORTINA, A., Etica aplicada y democracia radical, Madrid, Tecnos, 1993; Id., “El estatuto de la ética aplicada. Hermenéutica crítica de las actividades humanas”, Isegoría, 13 (1996), 119-134. 
[41] Texto tomado de SEQUEIROS, L., ¿Puede un cristiano ser evolucionista?, Madrid, PPC, 2009, p. 17.

Artículo elaborado por Carlos Beorlegui, Catedrático de Antropología Filosófica en la Universidad de Deusto, Bilbao, y colaborador de Tendencias21 de las Religiones.
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Martes, 31 de Mayo 2016
Carlos Beorlegui
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