Retórica y filosofía Vicente García
INTRODUCCIÓN:
Uno de los problemas que plantea la expresión "pensamiento presocrático" es el de la diversidad de soluciones o teorías transmitidas por los filósofos que precedieron a Sócrates. No se puede hablar de un pensamiento presocrático sino de varios.
Cabe preguntarse, dada la existencia de diversas teorías, si las inquietudes del pensamiento producido con anterioridad a la actividad especulativa socrática ( y, también, a la de sus inmediatos adversarios sofistas), era un pensamiento con una serie de inquietudes recurrentes. Con los filósofos de la costa jónica se inició una reflexión tendente a buscar la causa última del mundo. Da la impresión de ser un pensamiento tendente al saber máximo, un pensamiento que busca ir más allá de lo cambiante para topar con lo permanente y fundante: el agua, el fuego, el Noús, etcétera. Incluso la famosa contraposición entre Heráclito y Parménides, en su vertiente más caricaturesca, tendería a presentar al primero como un radical negador de la causa fundante, reductor de la realidad a cambio, transformación, etcétera, y a presentar al segundo como aquel que afirmaría la imposibilidad de un conocimiento de lo cambiante y sucesible, y defensor de un conocimiento sólo posible de lo permanente, fijo y estable. A fin de cuentas, Parménides estaría defendiendo la obligatoriedad de apartar la consideración especulativa de todo aquello que no gozase de estos tres últimos atributos: permanencia, fijeza y estabilidad. Se puede afirmar que ya en los albores de la filosofía se establece la cuestión de si es posible un conocimiento verdadero de un modo permanente ( es decir, si es posible un conocimiento incrementable pero no corregible): si todo lo que hay es cambiante entonces no es posible la verdad absoluta. El hombre debería conformarse con la verdad relativa.
Pues bien: se puede afirmar que la metafísica clásica, entendida como saber que busca verdades definitivas, inaugurada por los filósofos presocráticos y cultivada por una larga tradición de pensadores, viene teniendo que convivir con persistentes afirmaciones sobre su inviabilidad. Pesa en general una triple denuncia sobre el conocimiento metafísico, una externa a la propia metafísica, y otras dos internas:
- la primera, externa, considera que la metafísica es un ejercicio inútil que nada tiene que ver con las necesidades humanas, y por lo tanto que no supone un progreso para la humanidad; si acaso se trata de un retroceso ya que se invierten inútilmente fuerzas e inteligencias que, dedicadas a otros campos del saber, podrían aportar conocimientos verdaderamente útiles;
- la segunda, ya interna, concierne a la misma tradición metafísica, que se habría enquistado en unos conceptos forjados en sus orígenes, cosificándolos, perdiendo o malentendiendo su sentido original, y perdiendo, por lo tanto, su función aclarativa de la realidad;
- la tercera, última y también interna, se trata de aquellas filosofías ( relativamente recientes) que se han empeñado en mostrar, no ya la inutilidad de la metafísica, sino su imposibilidad intelectual.
En los últimos años se ha venido a añadir una nueva crítica a esta lista clásica de reproches contra la metafísica o filosofía primera. Se trata de la distinción operada por Vattimo entre pensamiento fuerte y pensamiento débil. Vattimo no se contenta con distinguir los pensamientos débiles de lo fuertes. Según el profesor italiano, dado que hace ya tiempo que han fracasado los pensamientos fuertes, no se trata tanto de dejar de pensar sin más, sino de inaugurar una nueva forma de pensamiento: un pensamiento débil, que se distingue del fuerte, entre otras cosas, por adoptar una técnica de razonamiento no rígida ( como la lógica), sino flexible ( como la retórica), y ello a pesar de que dicho instrumento flexible de razonamiento impida alcanzar tesis tan universales como las que, en su día, conformaron el pensamiento metafísico .
La meditación que relaciona a la retórica y a la filosofía no es ni nueva ni reciente. Haría falta remontarse más de veinte siglos para localizar el primer debate público en el que se discutió sobre las diferencias habidas entre retórica y filosofía, y los beneficios que cabría certeramente esperar del cultivo de ambas disciplinas. Pero como ocurre a menudo en la historia, los problemas, los conflictos (y también las soluciones y los acuerdos), se repiten sin repetirse. En lo que se refiere a nuestro caso, también ahora se dan enfrentadas filosofía y retórica; pero no como antaño: ya no se trata de imponerse la una a la otra en el sistema educativo, sino para lograr sustituir la primera (la filosofía) por la segunda (la retórica). Dicho de otro modo: en la actualidad la promoción que de sí misma hace la retórica no consiste en presentarse como agente educador preferible a la filosofía; la retórica, en la actualidad, se presenta como un instrumento de búsqueda de la verdad más apropiado que el filosófico.
Por muy radical que aparezca este propósito (e incluso por muy radical que resulte ser a la postre), resultaría injusto no advertir que no se trata de un propósito injustificado de novedad, o de revitalización de la aparentemente extenuada tradición intelectual occidental. Para lograr emitir un juicio ponderado acerca de la reciente pretensión de sustituir la filosofía por la retórica, resulta necesario tener en cuenta, al menos, dos puntos:
- primero: que se trata de una pretensión que sucede al balance sobre el final de la filosofía, entendida en el sentido clásico; tras unos primeros diagnósticos que dictaminan el final de la filosofía (es decir, el final de esa actividad teórica sistemática que se vino llamando filosofía), y tras una etapa de complacencia un poco morbosa en ese resultado final, se propone ahora superar la afirmación de la vacuidad del discurso fundamentante (es decir, filosófico), gracias a la rehabilitación de un modo de pensar sin pretensiones sistemáticas ni fundantes, sin arrogarse un valor de verdad definitivo, y al que cabría calificar de retórico;
- segundo: que occidente ha sufrido y ha extendido su sufrimiento, al menos en los primeros 50 años de este siglo, a través de prácticas políticas inspiradas y basadas en discursos con pretensiones fundantes y con pretensiones de valor absoluto de verdad (así por ejemplo el comunismo real, y el nacional socialismo). Esto ha podido influir poderosamente en la intelectualidad. Más concretamente, esas consecuencias políticas perniciosas han servido de acicate para inaugurar una forma de pensamiento capaz de esquivar prácticas políticas totalitarias.
Por eso para llegar a categorizar, en la medida de lo posible, un fenómeno tan plural y variado como la actual rehabilitación de la retórica como sustituta de la filosofía, resultaría necesario tener en cuenta tanto el discurso justificativo sobre el final de una teoría fundante , como el pensamiento retórico como un pensamiento probable, sin olvidar un concepto de verdad no teórico sino práctico (es decir la verdad como algo que se da más en la praxis que en la teoría).
A lo largo de este trabajo se va a procurar mostrar:
- que no es casual que la renuncia al pensamiento metafísico vaya acompañada de una rehabilitación de la retórica;
- que la filosofía no es identificable con la retórica, en lo concerniente a su versión metafísica.
1. LA POLÉMICA ENTRE FILOSOFÍA Y RETÓRICA:
1.1 La postura platónica:
a. En "La República":
En el libro X de su República, Platón, hablando de la ciudad ideal, considera oportuna la prohibición de la poesía, exceptuando ciertas circunstancias. Diciéndolo de un modo drástico, según Platón la poesía pervierte al ser humano e imposibilita la conquista de un orden social justo. Sólo en el caso en que el poeta estuviese dispuesto a prologar sus obras con advertencias acerca del riesgo de perversión que pueda sustraerse, cabría readmitir la poesía.
Platón, a la hora de examinar la índole de la poesía, parte de sus presupuestos metafísicos y epistemológicos, es decir, de un mundo de las Ideas, mundo real y verdadero, y del que nuestro mundo no es sino una imitación. La filosofía es un proceso mediante el cual el hombre, a partir del conocimiento de la imitación, pretende elevarse hasta el conocimiento del mundo de las Ideas, para alcanzar de ese modo la ciencia. En cambio, la poesía, al ser una imitación de la imitación, aleja al hombre de la verdad y le engaña.
Pero la crítica de Platón a la creación poética no se limita a considerarla como un factor que impide la justa percepción de la verdadera realidad, sumiendo, a quien desconoce su carácter imitativo de la imitación, en el error. También desde un punto de vista moral hay dos tipos de poesías que merecen su especial desaprobación: la poesía trágica y la voluptuosa. Ambas son reprobables porque incitan al hombre a desentenderse de las normas de comportamiento inscritas en la parte racional de su ser, normas que le empujan primero a no dejarse llevar por sus pasiones, y segundo a desembarazarse definitivamente de ellas. La tragedia, por incitar a dar comba suelta a las expresiones de dolor y de amargura, y la poesía voluptuosa, por incitar a delectarse en los placeres corporales, son reprobables y no se ajustan a justicia.
En un principio las convicciones platónicas según las cuales la poesía engaña y pervierte, conviniendo por lo tanto su destierro de la vida social, parecen excesivas. Pero excesivas o no, en lo referente al carácter mentiroso de la poesía, resultan de central interés para quién estudia las relaciones que pueda haber entre retórica y filosofía; y en lo referente a su índole perversa, resulta de sumo interés en la reflexión en torno al tipo de discurso que se debe adoptar para fundamentar un determinado orden político. O dicho de otro modo: la alternativa retórica o filosofía puede ser entendida de dos modos: o bien como dos modos de alcanzar la verdad, o bien como dos modos de vivir el hecho político, sobre todo en su vertiente educativa.
b. En el "Gorgias":
El modo como Platón trata la retórica en el Gorgias es muy peculiar. No se trata de una exposición hilvanada, con un discurso causalmente concatenado, y en el que las afirmaciones nucleares estuviesen sistemáticamente expuestas, es decir, introducidas, desarrolladas y concluidas en serie. El Gorgias, al menos en su primera parte, aparece como un diálogo abigarrado, con intervenciones abruptas que rompen bruscamente una conversación que no había terminado de aclarar la cuestión en litigio, y que introducen, también bruscamente, nuevos temas sin la debida introducción, es decir , sin exponer ni las razones que justifican su tratamiento, ni el modo como se va a dilucidar la cuestión. Este aparente desorden solo se supera si se entra en la dinámica dialogante inherente al escrito platónico en cuestión: un debate que se inicia con una cuestión determinada pero que, por su propia condición de debate, no excluye el abandono del tema originalmente tratado, para abordar una nueva cuestión que va consolidándose como más interesante o más grave o más perentoria. Este carácter abrupto de las conversaciones del Gorgias ha sumido las sucesivas interpretaciones en la duda de si había que encontrar en él la opinión platónica acerca de, o bien la retórica, o bien la justicia. Incluso la tesis definitivamente asentada, según la cual es un diálogo que versa sobre la justicia, no impide admitir que se pueden encontrar discusiones y tesis acerca de la índole de la retórica.
A la hora de extraer qué se dice sobre la retórica conviene además tener en cuenta que se trata de una discusión desarrollada de un modo mayeútico, es decir, como el propio Platón pone en boca de Sócrates, desarrollada conforme lo harían
"aquellos que aceptan gustosamente que se les refute si no dicen la verdad, y de los que refutan con gusto a su interlocutor, si yerra" .
Pues bien: toda la porción que incluye la discusión entre Sócrates y Gorgias, consiste en una sucesión de refutaciones y de conminaciones por parte del primero, a fin de lograr una exposición exhaustiva acerca de lo que entiende Gorgias por retórica, cuando afirma que se trata del arte de los discursos que versan sobre "los más importantes y excelentes de los asuntos humanos", y cuya máxima finalidad es la de persuadir.
Como parte fundamental de ese esfuerzo de precisión, se incluyen todos aquellos logros de separación entre lo que la retórica es y lo que no es. O por decirlo de otro modo: si importante resulta alcanzar una respuesta positiva, no sobran, sin embargo, todas aquellas discusiones que consisten en delimitarla, en diferenciarla de otras prácticas. Platón, como buen científico en el sentido lato de la palabra, pone mucho cuidado en respetar el terreno propio de cada disciplina. Según él, no es legítimo, en base al valor persuasivo de la retórica, afirmar su superioridad con respecto a los demás discursos (por ejemplo matemáticos, arquitectónicos o medicinales). Sólo quien desconoce esas materias podrá inclinarse por el discurso persuasivo de un retórico antes que por el más técnico de un especialista. O dicho en modo absoluto: cuando está en juego un tema concreto, es preferible optar por las indicaciones del especialista de turno, antes que dejarse ganar por las persuasiones de un retórico.
El recurso a la retórica (es decir, al arte de los discursos persuasivos), sólo se plantea cuando, sobre un tema que requiere conocimientos técnicos, tiene que pronunciarse una multitud no necesariamente instruida. Si el sistema político delegase las decisiones gubernativas en los especialistas competentes, la retórica no sería oportuna; sólo cuando el régimen se atiene a la norma del referéndum (o consulta de la voluntad popular), resulta necesaria una disciplina como la retórica. Ésta, por su capacidad de persuasión, puede ganarse el interés de gentes que, de otro modo, permanecerían indiferentes. Y ahí reside, por decirlo de algún modo el carácter ambiguo de la retórica en la Atenas de aquella época. Para aquella civilización, el sistema político democrático era ideal: democracia, como su sentido etimológico indica, implica la intervención del pueblo, reunido en asamblea, en las tareas de gobierno. Lo prudente, según esta perspectiva, es la elección o decisión gubernativa tomada por el pueblo. Para los griegos atenienses de entonces, el problema fundamental al que se enfrentaba su democracia era la consecución de la efectiva participación del pueblo en el gobierno y, sobre todo, decantar una mayoría suficientemente representativa. Y para arrastrar a los concernidos, para motivarlos e involucrarlos, surge la retórica. O dicho de otro modo: la retórica, al menos en teoría, nace para involucrar e interesar a la gente y, así, lograr que la democracia sea efectiva y no se convierta en un sistema político inoperante. En cierto modo, sólo en cierto modo, cabría equiparar la retórica ateniense al protagonismo que debería ejercer la educación republicana en la formación del futuro ciudadano según los ilustrados franceses del siglo XVIII.
Ahora bien: si cabe considerar que la retórica es un bien, dado el atractivo que ejerce sobre la población para que se involucre en el ejercicio de gobierno, para que se decante, también conviene advertir que no es imposible que ese mismo atractivo, sea subordinado a causas injustas (como lograr convencer a la asamblea constituyente sobre la bondad o necesidad de una decisión, cuando ésta es en realidad una decisión que beneficiará a unos pocos o que permitirá la conquista de un bien determinado, pero a costa de la pérdida de un bien superior).
A diferencia de lo que ocurre en La República, en el Gorgias, el debate en torno a la retórica entra en juego la filosofía. Resulta cuando menos curioso que Platón, el prototipo filosófico del que los miembros del pensamiento débil procuran diferenciarse, tuviera ya en su tiempo que enfrentarse a acusaciones que consideraban que la filosofía impedía la recta adaptación a, y la recta gestión, de los fenómenos sociales. El debate que mantiene Sócrates en el Gorgias, aunque empieza con el intento de determinar qué es la retórica, termina por ser una meditación sobre la justicia. Pero la transición de un tema a otro no se salda sin faltar, en boca del retórico Calícles, una crítica amarga de la filosofía. En cierto modo (solo en cierto modo) el grupo de retóricos no podía permanecer indiferente ante el intento socrático de cifrar la excelencia humana en el comportamiento justo. Prefieren la capacidad oratoria de persuasión, la cual parece permitir a su detentor alcanzar las cuotas de poder a las que aspire. Como el modo socrático de adquirir esa perspectiva (mediante la cual el hombre trasciende el ideal retórico merced a la aspiración por la justicia) es filosófico, criticar la filosofía resulta ser el modo más eficaz de impedir que se dé ese paso.
En su crítica, Calícles no se plantea explícitamente la cuestión de si la aspiración al comportamiento justo termina por invalidar la pretensión de los retóricos a un máximo protagonismo social y político. O dicho de otra manera: Calicles no se plantea la cuestión de si es preferible la aspiración a una vida justa o la aspiración a una técnica discursiva que garantice la consecución del favor de los centros de poder. Sus afirmaciones se centran en advertir que la práctica filosófica, aunque necesaria en época de crecimiento y maduración, debe ser interrumpida en edad adulta. De lo contrario se acaba en el desfase, en la marginación social. En vez de buscar la verdad, se trata de informarse sobre, y de acoplarse a, las normas que vigen en los centros de poder, sean éstos legislativos o judiciales, o de otra índole. La filosofía infantiliza; es propia de ingenuos y de gente que no ha alcanzado la madurez:
"Por bien dotada que esté una persona, si sigue filosofando después de la juventud, necesariamente se hace inexperta de todo lo que es preciso que conozca el que tiene el propósito de ser un hombre esclarecido y bien considerado. En efecto, llegan a desconocer las leyes que rigen la ciudad, las palabras que se deben usar para tratar con los hombres en las relaciones privadas y públicas y los placeres y pasiones humanas; en una palabra, ignoran totalmente las costumbres" .
c. Recapitulación crítica:
El modo como Platón aborda el debate con los retóricos es polémico. Pero, además, no es unívoco. Para captar en su justa medida el modo general como Platón procede a la crítica de la retórica, resulta necesario tener en cuenta que su punto de arranque no es neutro. Platón se enfrenta provisto de varias inquietudes, inquietudes que responden a ambiciones personales originalmente positivas:
- búsqueda de la verdad, persecución de la abstracción de este mundo para iniciarse, siquiera sea de modo imperfecto, en la contemplación del mundo de las ideas;
- búsqueda de la justicia personal, mediante una ascésis prudencial, consistente en el seguimiento de las directrices racionales, y la eliminación progresiva de las pasiones afectivas y sensuales;
- búsqueda de un sistema político ideal que garantice la consecución de una justicia social perfecta.
En la medida en que la retórica de la Atenas que Platón heredó, y en la que desarrolló gran parte de su actividad filosófica, estaba orientada a la consecución del asentimiento de las asambleas de ciudadanos, el filósofo ateniense no podía ver en ella más que un inmediato contradictor de su concepción de la sociedad justa, y un mediato contrincante de su amor o afición por la verdad eterna e imperecedera. A su vez, los retóricos no podían considerar las afirmaciones de Platón más que como unas acusaciones de demagogia con las que podían perder el prestigio sobre el que basaban gran parte de su éxito. Pero más allá de las dificultades personales o biográficas en que podían quedarse sumidos los participantes en la polémica, surge la primera gran polémica de filosofía política: una visión utópica frente a una visión pragmática.
En cuanto a La crítica que Calicles hace de la filosofía, hay que afirmar que se repetirá sucesivamente. Desde entonces acá, la filosofía no ha dejado de recibir críticas sobre su inutilidad práctica. Es más: en los últimos 150 años, al menos en dos ocasiones trascendentes, se la ha interpelado para que transformara su índole teórica en acción, o bien política o bien científico tecnológica. Pues bien: frente a aquellos que consideran que la filosofía debe ser abandonada en edad adulta so pena de quedar desarraigado del mundo, la propia filosofía admite que, su práctica solo se cumple en cuanto quedan satisfechas la necesidades de supervivencia. La filosofía sólo es posible con el ocio, es decir con un modo de vida que no consista únicamente en el permanente estado de búsqueda de lo necesario para sobrevivir. Pero además hay que añadir que el ejercicio filosófico no supone la pérdida de los conocimientos prácticos que constituyen el acerbo cultural mediante el cual una civilización permite, a sus detentores, la satisfacción de sus necesidades. Por poner un ejemplo: no faltan en la historia médicos, consejeros políticos, científicos, lingüistas, matemáticos, cuyas reflexiones filosóficas no fueron impedimento para que ejerciesen, genialmente, sus respectivas profesiones (Tales, Séneca, Descartes, Pascal, Carrel, Heisenberg, Planck, ...).
La afirmación de gran parte de la tradición filosófica según la cual la filosofía es una actividad que no se legitima, desde el punto de vista de la justicia social, más que en cuanto supervivencia está garantizada, puede parecer una afirmación demasiado general como para poder sacar de ella consecuencias prácticas concretas. ¿Cuál es el umbral de la garantía de la supervivencia? ¿A partir de qué logros se puede aseverar que no hay peligro de caer en grave riesgo de inanición? ¿Acaso la supervivencia no es un reto indefinido, y por lo tanto una meta que, a largo plazo, resulta imposible garantizar, y por ende, un reto que jamás podrá ser aplazado? Al parecer, dado que la supervivencia nunca podrá ser absolutamente garantizada, al hombre no le queda más remedio que dedicarse perpetuamente a su consecución, incluso a sabiendas que esa continua y permanente tarea, se encuentra en perpetuo peligro de fracasar.
El problema, sin embargo, no es tan sencillo. Cualquier supervivencia humana implica la iniciativa de los que buscan sobrevivir. Incluso en el caso extremo, óptimo, en el que se trate de apoderarse de los bienes puestos a disposición, resulta necesario cumplir con ese pequeño trámite de apropiárselos adecuadamente (con lo que ello supone tanto de iniciativa propia, como de educación recibida para adoptar esa iniciativa y para saber hacer un uso adecuado de los bienes dispuestos). Cuando se habla de supervivencia humana no puede hacerse sino en sentido relativo. No hace falta preguntarse si la supervivencia de las generaciones por venir está garantizada. Resulta simplemente imposible; sólo si esas generaciones reciben educación y toman iniciativas podrá decirse que sobrevivieron. En definitiva: cuando la filosofía afirma que sólo puede ejercerse cuando están conseguidos los bienes necesarios a la subsistencia, se entiende que se trata de una consecución relativa, porque no puede ser de otro modo; y eso implica, a su vez, que el ocio filosófico es relativo, no absoluto, que se ofrece no indefinidamente sino con el tiempo contado, en espera de que resulte necesario volver a emprender la actividad de consecución de los bienes necesarios a la supervivencia.
Todo esto resulta ilustrativo sobre el temple y la índole de la actividad filosófica. Es ésta una operación en cierto modo gratuita, que no busca interés alguno si se ciñe la noción de interés al ámbito de la praxis. El saber filosófico, en cuanto saber filosófico, no tiene repercusión en el hombre en cuanto animal que debe ganarse su supervivencia, que debe salir de sí mismo e ir hacia lo otro que sí para perdurarse, para mantenerse. Curiosamente, frente a corriente recientes de pensamiento, la filosofía no nace de la percepción de la condición finita del hombre, de su condición precaria, sino en condiciones de plenitud, de limitación satisfecha. El temple filosófico no es angustiado sino feliz, cumplido, satisfecho (se entiende que relativamente). Y se entiende: solo desde el relativo cumplimiento de las necesidades, sólo desde la prudente postergación del cuidado de sí, cabe librarse a la meditación, al pensamiento desinteresado, a la gratuidad contemplativa.
Ciertamente la crítica que el retórico Calicles hace de la filosofía no coincide del todo con los planteamientos recientes. Si, al igual que éstos, considera que la práctica filosófica incapacita para el tratamiento adecuado de las cuestiones sociales, se demarca en tanto no percibe la filosofía como una práctica política. Y se entiende. Resultaría absurdo atribuirle planteamientos (como el marxista, o incluso, el hegeliano) que, aunque conforman de alguna manera los desarrollos actuales, son muy posteriores a las tensas relaciones que mantuvieron retóricos y filósofos atenienses.
La filosofía de sesgo platónico ( la de Platón, la de aquellos que adoptan algunas de sus tesis principales, o la de aquellos que estudian los mismos temas), sólo puede ser considerada totalitaria y despótica si impide el legítimo ejercicio de la libertad, en especial, la libre investigación filosófica, vale decir, la investigación de lo que uno mismo considera valioso o de interés.
Por eso cabe preguntar: ¿ cómo puede una actividad filosófica ser una coerción o un impedimento del uso de la libertad? ¿ Puede la actividad filosófica imposibilitar acciones libres? Filosofar no equivale a encarcelar; la filosofía no impide ni coacciona ni castiga el ejercicio de la libertad porque mientras filosofar es una actividad teórica, castigar o reprimir el uso de la libertad es una actividad de orden pragmático. No cabe equiparar la filosofía ( sea ésta platónica o no) a un ejercicio de gobierno injustamente represivo.
1.2 La postura aristotélica:
En el habla común no es infrecuente el uso despectivo del adjetivo "retórico". Como ocurre a menudo en ese registro lingüístico fundamental, las palabras no tienen un sentido único ni preciso ni acotado. El sentido, sin llegar a la equivocidad, puede variar ligeramente. Algo así ocurre con el sentido despectivo de "retórico": éste puede significar "mentiroso"; "sin sentido"; "salir de una crítica sin tomarla en cuenta seriamente sino acudiendo a un tópico" (algunas veces de modo irónico); etcétera; pero en todos los casos con el objetivo de conquistar el consentimiento del auditorio, del público. Y si se abusa de este tópico del habla común se puede llegar rápidamente a la convicción de que para ganar el asentimiento de quien escucha al orador, éste necesita esconder la verdad, mantenerla al margen, mentir si fuera necesario en un caso extremado.
Contrariamente a este peligro, Aristóteles considera que el asentimiento se da cuando se alcanza la convicción de que algo está demostrado. Por eso para el filósofo de Estagira, en la medida en que la retórica es el arte de saber convencer, retórica y demostración deben permanecer unidas. La función fundamental del retórico es demostrar, ofrecer demostraciones a su auditorio. De este modo se invierte la imagen del retórico como alguien que engaña; el retórico, muy al contrario, es aquel que es capaz de demostrar a un auditorio sobre la conveniencia y la oportunidad de sus propuestas. Cuanto menos confuso sea un orador, cuanto más claras y demostrativas sean sus exposiciones, mejor retórico será:
"(...) los argumentos retóricos son una especie de demostración (pues prestamos crédito sobre todo cuando entendemos que algo está demostrado)" .
Esta convicción permite afirmar que hay en Aristóteles una auténtica promoción de la retórica dentro del ámbito filosófico. La considera como un arte orador demostrativo, capaz de argumentar y conquistar el asentimiento del auditorio hacia la opción estimada mejor, o más prudente, o más conveniente. Pero sería un error considerar, a partir de este indudable reconocimiento de la nobleza retórica, que Aristóteles es un pos moderno "avant la lettre". En la medida en que la nueva retórica contemporánea se estima como la debida sustituta de la práctica filosófica; en la media en que esa misma corriente percibe la filosofía como una práctica del intelecto totalitaria y abusiva; y, sobre todo, en la medida en que Aristóteles distingue entre el silogismo retórico (o entimema) y el silogismo lógico, atribuyendo a cada uno su medio de influencia; en esas medidas no se puede afirmar que, para Aristóteles, la retórica deba sustituir a la filosofía. Esto que, tanto para Platón (radical defensor de la filosofía y crítico acérrimo de la retórica) como para los nuevos retóricos (los cuales presentan la retórica como modo de pensamiento sustituto del filosófico), resultaría imposible, sólo se entiende desde la distinción que hace el propio Aristóteles entre lo verdadero y lo verosímil:
"(...) el que mejor puede considerar de qué premisas, y cómo resulta el silogismo, ese podrá ser el más hábil en el entimema y qué diferencias tiene respecto de los silogismos lógicos. Pues tanto lo verdadero como lo verosímil es propio de la misma facultad de verlo, (...); por eso tener hábito de conjeturar frente a lo verosímil es propio del que también está con el mismo hábito respecto de la verdad " .
Para Aristóteles el uso óptimo de la argumentación retórica se da por quién domina tanto la argumentación retórica como la lógica y, además, sabe qué diferencias hay entre ellas. Esto quiere decir no sólo que retórica y lógica no son incompatibles sino también que, del buen conocimiento de ambas y de su correcta distinción, se deduce un uso óptimo del arte retórico. De esto resulta que hay una instancia intelectual previa que puede y debe discernir cuándo y bajo qué condiciones resulta oportuna la argumentación lógica y cuándo y bajo qué condiciones resulta oportuno adoptar formas retóricas de argumentación. Del texto de Aristóteles aquí citado, parece poder deducirse que la clave está en la capacidad de distinción entre lo verosímil y lo verdadero.
Siguiendo el curso de la argumentación, se trataría de profundizar en esa instancia previa capaz de discernir entre lo verosímil y lo verdadero. Pero antes de pasar a cualquier análisis del intelecto humano como potencia cognoscitiva capaz de discernir lo verdadero y lo verosímil, conviene adentrarse en esta mima distinción. La conveniencia estriba en que, con alta probabilidad, la posición que se adopte con respecto a lo verosímil y a lo verdadero, determinará la ulterior opinión que merezcan la retórica y la filosofía. Por poner dos ejemplos: si uno estima que el hombre no puede alcanzar verdades sino, a lo sumo verosimilitudes, tenderá a pensar que sólo se puede argumentar retóricamente (así, por ejemplo, un nuevo retórico basándose en la epistemología de Popper según la cual las leyes científicas son aquellas leyes que pueden ser falseadas, llegará a la conclusión que la argumentación científico experimental es una argumentación retórica); en cambio si uno estima que no hay más conocimiento que el conocimiento de la verdad (y por lo tanto que le conocimiento de la verosimilitud es un pseudo conocimiento), estimará que la única argumentación posible es la argumentación lógica. Así pues el esclarecimiento de lo que hay que entender por verosímil y de lo que hay que entender por verdadero, resulta crucial a la hora de contrastar la retórica con la filosofía y viceversa.
Existen varios modos de enfrentarse a la cuestión. Un primer modo consistiría en partir de las definiciones de lo verosímil como aquello que el intelecto cree sin certeza, y de lo verdadero como aquello de los que el intelecto está seguro. De este modo el intelecto en caso de duda debería adoptar modos retóricos de argumentación; en cambio, a partir de la certeza el intelecto debería usar modos lógicos de argumentación (un poco al modo cartesiano). En este caso, se podría llegar a la conclusión, entre otras posibles, que la filosofía es un cuerpo de conocimientos que se obtiene ya sea por vía retórica, ya sea por vía lógica, y que dentro de ese cuerpo se admiten conocimientos dudosos y conocimientos ciertos. Pero en este caso se desatiende a lo verosímil como aquello que es creíble y a lo verdadero como aquello que se refiere a la dimensión ontológica de la realidad.
En el fondo éste es el problema con el que hay que enfrentarse: las nociones de verosimilitud y de verdad no pertenecen a un mismo plano formal. Lo verosímil se refiere inmediatamente al discurso, al habla; lo verdadero, en cambio, a la realidad, a lo existente. Cuando se afirma que un discurso es verosímil se quiere dar a entender que es creíble, probable, plausible; en cambio, cuando se afirma que es verdadero se quiere dar a entender que las cosas (o los casos) son, ellos mismos, como se afirma y defiende.
Resulta importante determinar cuáles son las circunstancias en las que se encuentra el oyente a la hora de optar por calificar un discurso como verosímil o como verdadero. Un caso paradigmático se produce en los testimonios históricos. Alguien que ha participado en un acontecimiento histórico, nunca dirá si lo que otros testigos cuentan es verosímil o no. Dirá siempre que lo relatado es verdadero o falso porque sabe, por su propia mano, qué es lo que aconteció. A un participante de la batalla de Verdun no se le puede hacer creer que los aliados fueron vencidos, por mucho que el modo en que se cuenta haga pensar que esa derrota ocurrió realmente. En cambio, la cosa cambia mucho si el que recibe el testimonio no ha asistido al acontecimiento transmitido. Para prestar asentimiento a lo que se le cuenta, el discurso deberá cumplir ciertas condiciones como puedan ser su coherencia interna, su adecuación con testimonios sobre acontecimientos que precedieron y sucedieron a lo que él relata, la credibilidad de los testimonios no orales que pueda aportar, etcétera. Y, a menudo (es decir, a menos que los datos aportados resulten contundentes), no se podrá sino juzgar la verosimilitud de lo transmitido. Y, en el caso en que se trate de conformar la propia práctica en función de lo testimoniado, admitir que se ha optado por actuar de un modo determinado, no en base a la verdad sino en base a la credibilidad y a la verosimilitud. Por ejemplo: ocurre a veces que alguien explica sus iniciativas o sus omisiones en base a unos principios de actuación determinados; esto no quiere decir, necesariamente, que se trate de principios adoptados arbitrariamente o caídos del cielo; puede muy bien ocurrir que en la base de esa apropiación de principios se encuentre un testimonio, una experiencia ajena de la que no se ha sido testigo pero de la que se ha recibido noticia, juzgada creíble.
Desde un punto de vista radicalmente cientificista y radicalmente positivista, y dado que la retórica se emplea para lo verosímil (mientras que la lógica para lo verdadero), se puede pensar que es preferible dispensarse de la retórica y atenerse a la lógica. Más que conformarse con la credibilidad o la posibilidad, convendría informarse o adueñarse de las condiciones necesarias para poder afirmar si un discurso es verdadero o no. Y si no, ¿qué valor se podría conceder a un discurso que, por muy plausible que resultase, nunca se podrá saber si es verdadero o no? ¿Acaso no sería preferible atenerse a dos únicas alternativas: la de la verdad o la de la ignorancia? ¿No resultaría más claro y menos equívoco un orden social en el que el hombre sólo pudiera encontrarse o en la verdad o en la ignorancia, un mundo completamente desprovisto de ese terreno intermedio y equívoco, en que consiste lo verosímil?
1.3 La nueva retórica:
a. El pensamiento débil de Vattimo:
+ Desarrollo técnico y fin de la metafísica:
Según discurre Vattimo, una de las razones por las que la metafísica ha perdido definitivamente protagonismo estriba en el desarrollo de la técnica. Por decirlo más explícitamente: si la técnica ha sustituido a la metafísica (usurpándole el prestigio que había conservado celosamente para sí) es debido a que, detrás de una fachada de conocimiento sapiencial capaz de dar sentido a toda la realidad, la perspectiva metafísica no quería más que aportar una consolación supersticiosa (ideológica en términos marxistas) ante las pandemias padecidas por la humanidad. Por lo tanto, ahora que la técnica garantiza tanto una prevención eficaz contra las posibles catástrofes como una calidad de vida que minimiza en un grado inaudito los males padecidos antaño, no es casual que las inteligencias inquietas se hayan desentendido de la metafísica, no sin antes haberla definitivamente sentenciado como falsa consoladora:
"Los conceptos rectores de la metafísica - la idea de una totalidad del mundo, de un sentido unitario de la historia, de un sujeto centrado en sí mismo y eventualmente capaz de hacerse con ese sentido - se muestran ahora como instrumentos de aleccionamiento y de consolación, ya no necesarios en el marco de las capacidades que la técnica hoy nos proporciona"
Prescindiendo de un examen pormenorizado sobre el efectivo abandono de la metafísica (es decir, admitiendo que de hecho ya no se elaboran especulaciones metafísicas), cabe sin embargo preguntarse si la coincidencia a la que alude Vattimo es testimonio suficiente para considerar a la metafísica como un falso intento de consolación. Dicho de forma interrogativa: que la técnica haya alcanzado un desarrollo tal que permite resolver y vencer dificultades tradicionalmente consideradas insuperables, ¿basta para afirmar que la metafísica, bajo una superficie de especulación identificatoria de sentidos absolutos, es en realidad un burdo intento de establecer falsas consolaciones?
Semejante conclusión no puede ser aprobada más que si se cumplen al menos dos condiciones:
- la primera, de orden interno a la propia metafísica, consiste en equiparar la tradición metafísica, entendida como "reflexión tendente a buscar la causa última del mundo", con un modo falaz de consolar a la humanidad de los graves males que la postran;
- la segunda se cumpliría siempre y cuando cupiera considerar a la técnica como un movimiento real de emancipación y liberación, por el cual la humanidad se curaría de los males que, hasta la explosión del desarrollo técnico gracias al nacimiento de la ciencia moderna, la tenían postrada.
Considerar a la metafísica como un agente consolador no deja de ser un análisis perspicaz. Muchas son las metafísicas que se consideran a sí mismas descubridoras de un orden de la realidad cuya consecución supondría para el hombre la superación de un orden estructuralmente deficitario y, a fin de cuentas, causante de infelicidad. Hay ejemplos diáfanos: el orden del ser en Parménides gracias al cual el hombre supera la mera opinión el camino del error y conquista la verdad; el mundo ideal platónico, mundo que el hombre puede alcanzar mediante el cultivo de la ascésis y la búsqueda de la sabiduría, trascendiendo el original mundo de pálidos reflejos y realidad mínima; la filosofía primera aristotélica que satisface el interés por la verdad que caracteriza a todo hombre; el cristianismo ( si el cristianismo puede ser considerado como una metafísica, o si es cierto que lleva implícita una metafísica), el cual promete una salvación transhistórica en la que se cumplirán las bienaventuranzas anunciadas por su fundador;...
Sin embargo, Vattimo considera que se trata de una falsa consolación, falsedad que habría sido demostrada desde fuera de la metafísica, más concretamente, por el explosivo e inimaginado desarrollo de la técnica. La falsedad de la consolación metafísica resulta denunciada no por un procedimiento intelectual sino por un proceso técnico, el cual, a la par que habría paliado males y postergaciones, habría demostrado, desde la transformación técnica de la realidad, la inutilidad y la falsedad del pretendido carácter consolador de la metafísica. Ahora bien: no conviene precipitarse en exceso habida cuenta de la potencia consoladora de la técnica. Por un lado hay que afirmar que la metafísica sólo puede ser vista como consoladora desde una perspectiva escéptica y pesimista de la relatividad. Esto puede que se dé en Parménides y en Platón (quienes tenían a fin de cuentas una concepción negativa de la materia o de la corporalidad); sin embargo tal cosa no acontece en Aristóteles o en el cristianismo (por aludir a los ejemplos citados). Desde la perspectiva de los metafísicos, con la metafísica el hombre entra en el orden de la excelencia y no en el orden de la consolación. La metafísica es un optimum, un logro que se alcanza no desde la menesterosidad, desde la angustia o desde la insatisfacción, sino a partir de la plenitud o de la satisfacción. Si la filosofía arrancase del malestar, o de la desesperación o desde una concepción angustiada de la limitación y la relatividad, acabaría por crisparse, por querer vanamente sustituirse a las tareas de supervivencia y mejora del día a día, terminando, dado el previsible fracaso de ese intento, por desesperar de sí misma. El temple filosófico es sereno y optimista porque arranca de la admiración.
+ El ser caduco y mortal, origen del pensamiento débil:
En un principio no cabe entender la expresión "destrucción de la metafísica" de tal modo que se entienda por metafísica algo destrozable con los mismos métodos empleados para destrozar un edificio, un coche o un bosque. La metafísica es ante todo una serie de pensamientos. Es necesario argumentar para llegar a destrozar la metafísica ( ya sea argumentar que se trata de pensamientos erróneos, ya sea argumentar que las realidades sobre las que versan esos pensamientos metafísicos son incognoscibles o indecibles, etcétera). En este sentido la expresión "deconstrucción de la metafísica" es por sí misma suficientemente significativa. No se trata, como otras veces anteriores, de considerar imposibles las pretensiones de la metafísica clásica. No se trata, después de concluir esa imposibilidad, de inaugurar un modo de especulación más modesto. Ahora se trata de desbaratar la metafísica y de convertir la misma filosofía en ese mismo desbaratamiento.
Del mismo modo, la expresión "deconstrucción de la filosofía" no cabe entenderla como una operación de la misma índole que la empleada para desmontar un andamio o un televisor. Al tratarse la filosofía de un saber elaborado por una actividad de orden teórico, su supresión o aniquilamiento, no cabe entenderlos más que como una demostración, teórica también, de su falsedad o error.
La consideración llevada a cabo por Vattimo de la metafísica no carece de originalidad y coherencia. A pesar de desautorizar a la metafísica en su pretensión de saber fundamentante, no por ello considera oportuno el abandono de la reflexión sobre el ser sino que, precisamente porque el ser viene desvelando su carácter caduco y mortal, resulta necesario desvelar en el saber sobre el ser una función desfudamentadora, descimentadora:
"el pensamiento de la verdad no es un pensamiento que 'fundamenta', tal como piensa la metafísica, incluso en su versión kantiana, sino, al contrario, es aquel pensamiento que, al poner de manifiesto la caducidad y la mortalidad como constitutivos intrínsecos del ser, lleva a cabo una desfundamentación o hundimiento" .
Aunque no resultaría inoportuno proceder a una atenta reflexión sobre las razones por las que Vattimo distingue entre "pensamiento de la verdad" y "metafísica" (dado que la metafísica ha dado origen y ha considerado siempre como propia la meditación de la verdad en cuanto verdad), y aunque tampoco resultaría vano preguntarse por qué el pensamiento de la verdad puede alcanzar conclusiones sobre la índole del ser, sin embargo resulta necesario para el propósito general del trabajo, meditar sobre la afirmación de la índole intrínsecamente caduca y mortal del ser.
A este propósito cabe sostener que toda meditación sobre estas atribuciones debe no sólo tenerlas en cuenta sino también advertir su pertenencia intrínseca.
Si la mortalidad no ofrece duda alguna (al tratarse, simple y rotundamente de un cese o, precisamente, de una pérdida del ser), no ocurre lo mismo con la caducidad. Ésta puede ser interpretada como pérdida de actualidad, la cual, a su vez, puede consistir: o en un abandono de la atención por parte de agentes externos (en cuyo caso la caducidad del ser no podría ser intrínseca sino extrínseca, por consistir en una actitud ajena); o bien en una pérdida de procedencia, en el sentido de que aquello para lo que se le necesitaba ya ha sido superado y no requiere ulteriores recurrencias.
Para aclarar esto último se podría recurrir al sentido que los sofistas daban a la ley. Del mismo modo que las leyes sirven para unas circunstancias determinadas, de tal forma que, una vez superadas dichas circunstancias, ya no son promotoras de justicia sino legitimadoras de un statu quo injusto (si acaso por impedir la erección de nuevas leyes para la buena reglamentación de las nuevas circunstancias), así mismo, el ser, perdida su actualidad, no sólo no sería promotor de aquello por lo que fue requerido, sino también su obstáculo o impedimento.
Resumiendo: según Vattimo si la filosofía es un pensamiento desfundamentador, ello se debe a que desvela el presunto carácter mortal y caduco del ser. Bien puede encontrarse aquí la raíz o punto de partida del pensamiento débil: si Parménides había inaugurado una tradición especulativa fundamentante y cimentadora gracias a su caracterización del ser como algo eterno, siempre igual a sí mismo, no sometido a movimiento, factor de un conocimiento incrementable pero no corregible, ahora, mediante una llamada de atención sobre el carácter caduco, mortal, siempre sometible a revisiones y correcciones del ser, se inaugura una tradición especulativa desfundamentadora o descimentadora (se entiende que en comparación con lo anterior, y no en sentido absoluto). O dicho de otro modo: la opción por la retórica en detrimento de la lógica, o del pensamiento débil en detrimento del pensamiento fuerte, dependerá fundamentalmente de la concepción del ser que se tenga. Queda por preguntarse si la crítica a la concepción parmenídea del ser es intrínseca o extrínseca a la nueva retórica. ¿Se puede llegar a la nueva forma de pensamiento ahora promovido, sin antes haber pasado por el abandono de la práctica intelectual anterior? O dicho de otro modo: ciertamente la reivindicación de un pensamiento elástico, permanentemente atento a los cambios sufrido por lo analizado y, por lo tanto, en permanente predisposición a la rectificación, ha sucedido históricamente a un pensamiento apodíctico, seguro de sí, que avanzaba por asimilación de los hallazgos anteriores. Pero una cosa es lo históricamente acaecido (y por lo tanto contingentemente sucedido), y otra cosa es lo lógico. O dicho en forma interrogativa: ¿hay algo en el pensamiento humano que no le permita acceder a formas relativas de producción intelectual más que mediante la elaboración y posterior superación de formas absolutas de pensamiento?
Hay un dato fundamental, un testimonio recurrente que en principio inclina a pensar que la estimación que debiera tener el hombre de su propio pensamiento es inversa a lo que, si nos atenemos a lo defendido por la corriente del pensamiento débil, ha acontecido en la historia: ese dato es que el hombre no nace sabiendo y que su adquisición de conocimientos es progresiva. Si el hombre es una inteligencia que, en su origen, no sabe nada; si para adquirir conocimientos necesita la ayuda de quién ya está en posesión del conocimiento a adquirir; si, en principio, el conocimiento adquirido puede ser incrementable indefinidamente; entonces todo progreso intelectual debe ser, en principio, consciente de su limitación, de su condición de mejorable. Esta perspectiva permite alejarse tanto de las convicciones según las cuales el saber humano puede ser absoluto, y por lo tanto obturado; como de aquellas que vierten sobre el pensamiento humano un radical escepticismo consistente en afirmar que todo pensamiento, toda adquisición de conocimiento deberá ser, tarde o temprano, abandonado, rectificado, sustituido en su totalidad.
Otro de los modos por los que la corriente denominada "pensamiento débil" procede a la condena de las teoría metafísicas, consiste en reprocharles su grado de abstracción. De este modo las tesis metafísicas serían falsas no por metafísicas, sino por abstractas. En este contexto cabe entender la hostilidad del pensamiento débil tanto por el platonismo ( defensor de las ideas universales) como hacia la lógica. También cabe entender, desde este mismo punto de vista, que esos mismos promotores del pensamiento débil acusen a la filosofía clásica de desvitalizar la vida. La reflexión filosófica sobre la vida, a causa de sus abstracciones, no sólo no conduciría a conocer qué es la vida, sino que además llevaría a cometer toscos errores: suprimir las características específicas de la vida, marginar y desatender aquello que define lo vivo como vivo. Se acabaría por definir lo vivo precisamente mediante categorías que no son específicas de lo vivo sino que son atribuibles a realidades que no son vida.
Cabe preguntarse si es posible pensar lo realmente existente ( si es posible pensar acerca de lo que existe o acontece realmente) sin abstraer. Pensar es una actividad que recurre a conceptos y los asocia, y luego vuelca esa misma asociación sobre casos realmente existentes, para comprobar si la asociación mental se adecua a la realidad o no. El pensamiento concibe lo real como casos en los que se cumple una idea.
Si pensar es una actividad que recurre, por su misma índole, a nociones generales que no tienen existencia real, entonces lo que se plantea no es si cabe pensar lo real, lo vivo, sin abstraer. Lo que se plantea entonces es si cabe pensar lo real sin más. Uno de los más importantes reproches que se han venido vertiendo sobre aquellas filosofías que se consideraban a sí mismas como pensamientos fuertes, es el de su grado de abstracción. La razón de esa descalificación de tan alta abstracción, estribaría en considerar que se trata de un procedimiento intelectual que termina por ignorar la singularidad y concreción propias de la realidad en general, y de la realidad humana social en particular. Los pensamientos fuertes, por abstractos, terminarían por erigir sistemas teóricos inadecuados para la realidad. Por lo tanto: o bien imposibilitarían la práctica social, o bien la tergiversarían. En suma, se trataría de no abstraer, de atenerse rigurosa y escrupulosamente a lo particular, a lo concreto, y todo ello para poder realizar descripciones pegadas a la realidad y que diesen cuenta justificada y suficiente de lo que realmente acontece.
Sin embargo cabe preguntarse qué interés hay en apropiarse descriptivamente de la realidad, es decir, qué interés hay en introducir en la propia intimidad todos y cada uno de los elementos de la realidad (admitiendo que esto sea posible). La asimilación intelectual de la realidad, la toma de posesión intelectual de la realidad o su asimilación, incluyendo todos y cada uno se sus ingredientes, no hace sino postergar su efectivo conocimiento. Conocer la realidad no es lo mismo que tener en la intimidad su copia exhaustiva. En este caso (siempre y cuando se admita que así funciona la mente humana), quedaría por analizar la copia. Si en esto consistiese el pensamiento débil habría que afirmar que no se trata sino de una mera descripción, de una mera repetición. Al hombre le quedaría aún por darse cuenta, por orientarse, y poder entonces actuar con sentido; y sobre todo, se trataría de un ejercicio en el que el hombre no se manifestaría como un ser pensante capaz de sustraer las causas de lo real, y a su vez, un ejercicio que no le permitiría sustraerse a la idea de que todo es azaroso, caótico, o a la idea de que las cosas son y podían haber sido, llegando hasta una completa equiparación del ser con el no ser, con la nada.
b. La nueva retórica:
En su libro La filosofía como una de las bellas artes, Innenarity sale al paso de aquellas actitudes que recelan de la retórica por considerarla una destreza por la cual, gente sin escrúpulo alguno, puede lograr confundir las mentes y conquistar su apoyo para causas inconfesables y, a la postre, opresoras. Ciertamente, vistas así las cosas, no cabe responsabilizar al arte retórico de los engaños que puedan ser realizados mediante su uso. La retórica puede ser usada tanto para fines abusivos como para fines loables. Y, no por ser posible el abuso nos vamos a privar de un saber hacer mediante el cual se pueden conseguir progresos reales (como no nos vamos a privar de los poderes curativos de la cocaína por ser ésta un alucinógeno que, tomado en dosis excesivas o en condiciones que no requieren su consumo, puede provocar una penosa e irreversible degradación cerebral).
Pero la defensa que lleva a cabo Innenarity de la retórica no consiste en resguardarla del desprestigio que la amenaza debido a todos aquellos que la usan para fascinar a las mentes, y de ese modo, conquistar su apoyo para empresas ruines, e incluso, pavorosas. El asunto es mucho más delicado. Si Innenarity insiste en la necesidad de la retórica es porque cree que, para ciertos asuntos, y en determinadas circunstancias, el discernimiento teórico no es posible y, sin embargo, necesario:
"(...) pues la influencia retórica no es la opción alternativa a un conocimiento que también se podría tener, sino a una evidencia que no se puede tener, o todavía no, o no aquí y ahora. Ante esta dificultad, surge la ineludible retórica. De la necesidad de no poder decirlo todo surge la virtud de hablar convincentemente" .
En estos casos ante la imposibilidad de un razonamiento lógico mediante el cual se pueda alcanzar la verdad, hay que echar mano de la retórica, renunciando a la demostración científica, pero aspirando a la conquista del asentimiento sino general, al menos suficiente.
Desde esta perspectiva, la retórica no comparece como un sustituto de la lógica, principalmente porque una y otra no están ordenadas al mismo fin. Pero, aparte de esta lacónica constatación, conviene hacer una advertencia fundamental: el recurso a la retórica proviene de la consideración de que hay alternativas que, aún sin admitir un discernimiento sobre la conveniencia de una opción frente a otra, requieren una determinación, una elección. Ante semejante aporía sería bueno echar mano del arte de convencer por la palabra.
La perspectiva de Innenarity invita a pensar que hay un genio retórico. Pero queda la duda de si ese genio consiste en sacar una mente de un estado inicial de perplejidad para instalarlo en un estado de convencimiento; o si más bien consiste en sustituir un discurso que, en determinadas cuestiones, desemboca en la aporía, por un discurso que, aún perdiendo en evidencia o en contundencia, salva la aporía. En el primer caso, no encontraríamos con la noción clásica o tradicional de la retórica, es decir, la retórica como arte que permite convencer, ganar la aquiescencia del auditorio. En el segundo caso, la retórica no aparece como un arte del convencimiento, sino como un tipo de discurso que se presenta idóneo para sustituir al discurso lógico (o al discurso científico) cuando desemboca en situaciones aporéticas, es decir, incapaz de discernir cuál de las diferentes alternativas disponibles es la correcta (siendo esas alternativas incompatibles entre sí).
En la segunda de las hipótesis se plantea si es posible tal discurso; si el discurso lógico, discurso riguroso y coherente, no puede sino culminar en una situación de suspensión del juicio, de no pronunciamiento, ¿cómo puede un discurso, ajeno a las prerrogativas del discurso lógico, esquivar las insuperables dificultades con las que pueda topar otro discurso rigurosamente atenido a las leyes lógicas? El único modo que parece permitir semejante logro consiste en la debilitación del principio de no contradicción, es decir, una especie de débil identificación entre el ser y el no ser; o mejor dicho: admitir y consentir la identificación mínima necesaria entre ser y no ser para no caer en la aporía, en la perplejidad, en la irresolución del problema planteado. Pero esto no se hace sin un precio a pagar, sin una consecuencia que repercute sobre el discurso mismo, en este caso el discurso retórico: la pérdida de sentido. La admisión de ciertas equiparaciones entre ser y no ser, terminan por minar el sentido, por privar de contenido al discurso, de tal forma que un mismo contenido termina por decir una cosa y su contraria.
Resulta interesante que uno de los grandes rehabilitadores de la retórica en este siglo, y forjador de la expresión "nueva retórica", Ch. Perelman, haya iniciado su trabajo tras constatar que el ámbito de los valores no admite una argumentación apodíctica o rígida:
"(...) que no existía lógica específica alguna para los juicios de valor (...). Constatamos que, en los ámbitos en los cuales se trata de establecer lo preferible, lo aceptable y lo razonable, los razonamientos no son ni deducciones formalmente correctas, ni inducciones que fueran de lo particular a lo general, sino argumentaciones de todo tipo, destinadas a ganarse la adhesión de las mentes a las tesis presentadas para su asentimiento" .
Perelman, conforme a la tradición positivista de la que procedía, intentó investigar si la lógica rígida o fuerte en la que ciblaba el conocimiento científico, era aplicada en la judicatura. Y se dio cuenta que, a fin de cuentas, los tribunales de justicia tenían en cuenta juicios de valor, principios de comportamiento, que no podían ser obtenidos gracias al tipo de discernimiento que el positivismo consideraba válido. Desde el punto de vista positivista, sólo quedaban dos alternativas: o afirmar, en última instancia, la arbitrariedad de los juicios de valor, y en consecuencia, de los dictámenes de cualquier judicatura; o dar por imposible esos mismos juicios, debiendo renunciar a la institución judicial.
Tras abandonar la perspectiva positivista, Perelman llegó a la conclusión de la peculiaridad de los juicios de valor. Y esto es lo que aquí interesa. Para Perelman, el ámbito de lo justo y de lo injusto no admite argumentaciones apodícticas: lo que sirve para un caso no sirve necesariamente para otro, y sobre todo, no es posible establecer argumentaciones rígidas, lógicamente correctas. Dado que es imposible dar, mediante inferencias lógicas, con la verdad, sólo se puede recurrir al convencimiento, a tácticas de argumentación destinadas a convencer, a inclinar los asentimientos en un sentido o en otro.
En el fondo de todo este asunto está la generalidad de los juicios de valor. En sus fórmulas más generales o abstractas, los juicios de valor son evidentes. Resulta muy extraño, o muy infrecuente que haya alguien que se manifieste contrario a principios del tipo: "hay que hacer el bien y evitar el mal", "haz al otro lo que quisieras que te hiciera a ti", "hay que dar a cada uno lo suyo". Se trata de principios que no admiten demostración. Sólo pueden ser intuidos. El único modo de contrarrestar a quien los niega, es mediante la demostración del absurdo de su postura. El problema es la práctica. Por poner un ejemplo: hay casos en que dar de comer pueda ser hacer el bien (a un hambriento, a un huésped, a alguien que esté bajo la propia providencia,...), y hay casos en que dar de comer sea obrar mal (a alguien que padece una enfermedad por la cual no le conviene comer más que de un modo muy limitado a pesar de su hambre y de sus peticiones,...). Además los juicios de valor no se refieren únicamente a cuestiones de moral o de ética. Por ejemplo, en el dominio artístico. Un caso muy próximo es el de los cubos de Moneo que se están construyendo en el terreno del Kursaal. La obra de Moneo es de un indudable valor arquitectónico y artístico. Sin embargo cabe preguntarse si se puede intervenir tan violentamente en un contexto con sus propias características, características a las que no se atiene el diseño del arquitecto. La respuesta no es fácil. Pero lo que importa es que no se puede obtener la verdad práctica. Hay que optar. Y de ahí surge la retórica, como ese arte de convencer que se intercala entre el conflicto o la duda, y la toma de decisión. Es aquí como aparece la retórica como un elemento consuetudinario (o si se prefiere cultural) que el ingenio humano inventa para paliar tanto las inevitables limitaciones de su inteligencia, como ese margen de indefinición propio a la realidad misma y sin el cual cabría preguntarse si sería posible la libertad humana.
Volviendo al trayecto intelectual de Perelman, no está de más la advertencia de que no se limitó a rehabilitar una práctica que había caído en desuso, y que podía ser considerada por el medio académico al que había pertenecido y del que se estaba desmarcando como demagoga. Si, finalmente, decide acuñar la expresión "nueva retórica", ello es debido a que opta por extender la retórica de los clásicos griegos y romanos allende los discursos destinados a convencer, o a ganar el asentimiento, de un público más o menos numeroso:
"Pero la nueva retórica, en oposición con la antigua, concierne a los discursos dirigidos a cualquier género de auditorio, ya se trate de una masa reunida en la plaza pública ya de una reunión de especialistas, ya se dirija a un único individuo ya a toda la humanidad (...) Teniendo en cuenta que su objeto es el estudio del discurso no demostrativo (...) la teoría de la argumentación concebida como una nueva retórica (o como una nueva dialéctica) cubre todo el terreno del discurso orientado a convencer o a persuadir, cualquiera que sea el auditorio al que se dirige y cualquiera que sea la materia sobre la que versa" .
* * *
El objetivo del filósofo, a diferencia del comerciante, del candidato electoral, del proselitista o del letrado no es convencer sino la verdad. Convencer equivale a conseguir que nuestro oyente asienta a nuestras afirmaciones, mientras que argumentar es aportar razones, justificar nuestras tesis mediante causas. La filosofía es una búsqueda, un proyecto, un esfuerzo por conquistar la sabiduría. La sabiduría es el premio, el bien deseado y perseguido. En rigor la persuasión, la capacidad de ganar la aquiescencia son ajenas a su propio desenvolvimiento. El filósofo no aspira, en cuanto filósofo, a que le crean, a que asientan a sus tesis. La filosofía no es consensual: su objetivo final no es la paz social sino la verdad, el conocimiento último de la realidad. Ahora bien: la actividad filosófica es procesal, es una continua prosecución, de tal forma que ni puede ser concluida, ni puede prescindir de los hallazgos anteriores. Resultan sospechosas todas aquellas filosofías que se consideran a sí mismas como culmen insuperable de la actividad filosófica o que descalifican sistemáticamente como equivocados los intentos anteriores. El diálogo filosófico es posible en forma de atención y en forma de oferta: en este sentido debería ser un diálogo sereno porque su logro no está supeditado a la conquista de un consenso; para que haya diálogo filosófico bastan la atención y la generosidad, la escucha de lo hallado por otro y la publicación de lo alcanzado por sí. En rigor no es posible otra forma de diálogo: cualquiera que estuviera involucrado en él y quisiera concluirlo, obturarlo, estaría atentando contra la filosofía por partida doble: por querer agotarla y por negar a los demás sus aportaciones, sus búsquedas.
Si el objetivo de la retórica es convencer, cabe considerarla como un tratado del convencimiento. Como un tratado que expone los modos de convencer. Dicho tratado atenderá a la argumentación en la medida en que sea útil para convencer.
El objetivo de la filosofía no es convencer. En esto se diferencia de la retórica. Mientras que el retórico busca el asentimiento de sus oyentes, el filósofo busca la verdad. Para éste último el diálogo no es un modo de llegar a un acuerdo, sino una táctica para dar con la verdad ( verdad que no consiste en que el acuerdo sea lo más extenso posible sino en la adecuación de las tesis emitidas con aquello acerca de lo cual son emitidas esas mismas tesis).
Cuando alguien transmite en filosofía unos conocimientos, unas tesis, unas argumentaciones, lo hace para instrucción de los que le escuchan. Ahora bien: puede ocurrir que sus oyentes juzguen la verdad o el error de lo que se les transmite. Si el que escucha es filósofo ( o lee y medita temas filosóficos), no va a asentir a lo que se le dice a menos que lo juzgue verdadero. Es decir: alguien con actitud filosófica no va a asentir a teorías, tesis y argumentaciones porque quien las transmite es su amigo, o su compañero de negocios, o porque le resulta simpático, sino porque juzga que esas mismas teorías, tesis y argumentaciones son verdaderas.
2. CONTINGENCIA Y NECESIDAD:
2.1 La distinción entre filosofía primera y filosofías segundas:
Se puede afirmar que en Parménides se encuentra la primera formula explícita del principio de contradicción: "el ser es y el no-ser no es". Dicha afirmación no constituye sólo una ley lógica. Constituye más bien un salto enorme de la filosofía. Ésta queda, con la nueva tesis, elevada al nivel metafísico ya que con ella la especulación filosófica no se detiene con el hallazgo de causas físicas o materiales (como el agua, el aire, la tierra o el fuego de los filósofos jónicos) sino que cibla el núcleo de lo real en algo supra sensible: el ser. Gracias a Parménides, y en particular a este hallazgo suyo del ser, la filosofía, sin perder su condición de búsqueda de la causa universal de lo real se eleva hasta lo inteligible, hasta lo que no es objeto aprehensible inmediatamente por los sentidos sino por el intelecto.
En línea con este hallazgo fenomenal, Parménides deja bien claro el carácter supra sensible del ser al afirmar que: "pues lo mismo es ser y pensar". Esta tesis, sacada del contexto de la obra poética de Parménides (por ejemplo leída desde una perspectiva cartesiana o hegeliana) puede llevar a considerar que nuestro autor es un antecesor de la tesis idealista según la cual sólo se puede atribuir el ser a lo pensado. Pero, como se ha dicho con anterioridad, más bien se trata de entenderla como la afirmación según la cual el ser sólo comparece explícitamente mediante un ejercicio del intelecto. O dicho de otro modo: que el ser no puede ser alcanzado mediante el ejercicio de los sentidos. O si se prefiere: el ser puede ser entendido pero no visto, ni olido, ni tocado, etcétera.
Esto nos lleva a pensar que en Parménides además de un explícito descubrimiento del ser (y de su consiguiente distinción del no-ser), se encuentra, al menos implícitamente, una estratificación de las operaciones cognoscitivas humanas. Hay operaciones cognoscitivas como las sensitivas que permiten "conocer" un cierto tipo de aspectos de la realidad, pero que no acceden a estratos más profundos de lo real. En cambio hay otras operaciones, fundamentalmente el pensar, al que quizás no le sea posible captar lo que captan los sentidos, pero que tiene acceso al núcleo fundamental de la realidad: el ser. Es más: esa estratificación parmenídea del pensamiento humano no se detiene en atribuir a cada estrato un tipo determinado de conocimiento (sensitivo, intelectivo), sino que llega a diferenciar dichos tipos de conocimientos en su calidad: mientras ciertas actividades cognoscitivas sólo permiten alcanzar opiniones, hay otro tipo, como el pensar, que alcanza la verdad. O dicho de otro modo: hay un terreno (el de los sentidos y de lo móvil), en el que el hombre permanece dubitativo y en el que no le es posible saborear ni apoyarse con absoluta serenidad en sus hallazgos, dado el carácter frágil y movedizo de los mismos; y hay otro terreno (el del ser), sobre el que la inteligencia puede descansar y aquietarse dado el carácter permanente, fijo y estable de lo conocido. Incluso se puede incluir, siguiendo el discurrir de la especulación parmenídea, una tercer esfera que se caracteriza por permanecer absolutamente incognoscible: el no-ser (con lo que ello supone de contradicción, ya que afirmar que el ser es cognoscible, es admitir que se puede conocer esa privación de ser en que consiste el no-ser).
La filosofía del ser en Aristóteles, adelantándonos ya a futuras tesis, flexibiliza la concepción parmenídea. Por tal flexibilidad hay que entender la no privación de la condición de ser a todo aquello en lo que se da el cambio accidental, es decir, a todo aquello que puede cambiar permaneciendo el mismo. Como se puede ver, en cierto modo, con Aristóteles la teoría del ser se enriquecerá con una serie de adquisiciones teóricas sobre el movimiento y sobre la identidad.
Se puede afirmar que Aristóteles fue un gran erudito. Así lo testimonia la diversidad de los temas que trató y la diversidad de los tratados que legó a la posteridad. Pero ciñéndonos al tema que aquí nos interesa deberemos centrarnos primordialmente en el contenido de su Metafísica, conjunto de breves opúsculos en los que expone, entre otras cosas, su teoría sobre el ser.
Como se ha dicho, hay en Aristóteles una concepción del ser mucho menos monolítica e inmovilista que en Parménides. Si se quiere exponerlo de otro modo: a diferencia de Parménides y a diferencia del propio Platón, Aristóteles, dada la versatilidad y agilidad de sus conclusiones, no necesita suponer de entrada un mundo trascendente al nuestro, completamente separado y aislado, en cuyo conocimiento nuestra inteligencia alcanza verdades permanentes y fijas. Y sobre todo: al distinguir varias modalidades de ser, o mejor dicho, al descubrir que el ser, permaneciendo ser, puede adquirir diversas modalidades, lo introduce en el mundo del que Parménides lo había sustraído.
¿Cómo logra Aristóteles introducir el ser en el mundo? ¿Cómo logra compatibilizarlo con una realidad en la que se dan cambios, variaciones, nacimientos y defunciones, apariciones y desapariciones? Aristóteles logra compatibilizar ser y movimiento (cosa que no hubiera aceptado Parménides, por la inevitable implicación del no-ser en el movimiento) gracias a su descubrimiento sobre los múltiples sentidos del ser:
"El ser se entiende de muchas maneras, pero estos diferentes sentidos se refieren a una sola cosa, a una misma naturaleza, no habiendo entre ellos sólo comunidad de nombre; mas así como por sano se entiende todo aquello que se refiere a la salud, lo que la conserva, lo que la produce, aquello de que es ella señal y aquello que la recibe; (...); en igual forma el ser tiene muchas significaciones, pero todas se refieren a un único principio" .
Si se compara el ser aristotélico con el ser parmenídeo se puede llegar a pensar que, con su consagración en detrimento del segundo, la noción de ser pierde la nitidez y la claridad que poseía, y por lo tanto, también su capacidad de concentrar y retener la atención de la mente. Ahora bien: esta precisión resultaría incompleta sin dos añadidos ulteriores. El primero de ellos estriba en que la claridad y nitidez del ser parmenídeo obliga a postular un costoso mundo trascendente del que, por lo demás, no se tiene noticia inmediata; el segundo consiste en subrayar que Aristóteles, al subrayar que el ser se dice de muchas maneras, añade que se trata de diferentes sentidos que tienen como paradigma o referente, un mismo principio, una misma naturaleza: De este modo, al advertir que cualquier uso que se haga del ser debe ser remisible a un mismo origen, elude la homonimia (como la que se da, por ejemplo, en el caso de la palabra "vela", que puede referirse al instrumento de navegación marítima, o al palo de cera que se usa para alumbrar, cosas ambas que no tienen nada que ver entre sí); pero también elude la equivocidad (cosa que no se da en absoluto en el uso correcto del lenguaje, siempre y cuando dentro del uso correcto del lenguaje se incluya la elusión de dos sentidos contradictorios para una misma palabra).
Cuando Aristóteles afirma que el ser se dice de muchas maneras abre la posibilidad de que pueda ser atribuido a un mundo como aquel en el que nos desenvolvemos, o a una realidad como la que somos los nacidos de mujer. Desde luego la posibilidad no es la garantía; pero al menos queda incoada la oportunidad de superar tan radical dicotomía como la que establece Parménides entre ser y no-ser, y todo ello sin tener que renunciar a la lógica, al planteamiento coherente. En efecto: si, siguiendo a Parménides, no resulta posible atribuir el ser a quien sufre la limitación (una forma de no-ser), parece que queda imposibilitado cualquier tipo de discurso, ya que se habla sobre el no-ser, sobre la nada (y sobre la nada, nada se puede decir; o todo: una cosa y su contraria). En cambio, gracias al hallazgo aristotélico, queda la posibilidad de si el ser se puede dar junto a algún modo de no-ser, es decir, si queda la posibilidad de atribuir el ser a lo limitado, a lo finito (y no únicamente a lo infinito e ilimitado), abriéndose de este modo, una posibilidad al discurso sobre lo finito, sobre lo relativo.
La distinción que realiza Aristóteles con respecto a la noción de ser (distinción capital por el progreso que supone con respecto a la noción parmenídea del ser) es la diferenciación entre lo que es en sí (o por sí) y lo que no es en sí (o por sí). Se trata de la famosa clasificación de la realidad en sustancias y accidentes. Sustancia (ousía en griego), es lo que es por sí, lo que es propiamente, lo que entendemos primordial y principalmente por ser. Accidente es lo que es en otro, lo que no es por sí sino por otro, lo que no existe en sí mismo sino que sólo existe en la medida en la que inhiere una sustancia. No existe la blancura o la belleza en sí o el bien en sí (como quería Platón), sino que existen cosas blancas o bellas o buenas.
Pero para nuestro propósito, más importante aún es el descubrimiento de lo potencial, es decir de aquello que compatibiliza la actualidad con la temporalidad o con la sucesión:
"¿Existe sólo lo actual? No. ¿Y qué se contrapone a lo actual? Lo temporal. Esta es una diferencia que se ha de tener en cuenta, ya que muchas dimensiones de la realidad no se explican sin el tiempo. Dicho de otro modo, el tiempo no es un defecto, una nulidad o irrealidad completa. La noción aristotélica de potencia permite incorporar el tiempo a la filosofía" .
La dicotomía parmenídea entre lo que es y lo que no es, de algún modo prolongada por el mundo ideal platónico, aunque da cuenta del interés original de la filosofía por lo actual y permanente, no se compadece de la realidad cambiante y en movimiento a la que pertenecemos, y en la que se desenvuelven, a fin de cuentas los asuntos humanos. Con Parménides y Platón, la filosofía se encuentra ante la imposibilidad de explicar la realidad en la medida en que implica cambio, finitud, movimiento, etc. Lo temporal, es decir, aquello que no está dado de golpe sino que se despliega progresivamente, queda inexplicado. Pero Aristóteles, al descubrir el par potencia-acto, introduce la especulación filosófica en el marco de aquellas realidades (entre las que se incluye el ser humano) que comprenden en el origen capacidades, virtualidades en estado de mera posibilidad, es decir, no actualizadas pero aptas para un desenvolvimiento o crecimiento progresivo. Así se explica que la filosofía primera, vertida hacia lo actual, termine por ser completada por filosofías segundas (como la física, la antropología, la sociología, la historia,...).
2.2 El pensamiento débil, pensamiento de lo contingente:
El anuncio del fin de la metafísica suele por un lado estar justificado por el supuesto carácter totalitario y dogmático de la metafísica, y por otro lado, suele ir acompañado de la reivindicación de la retórica como instrumento adecuado al pensamiento filosófico.
Esta coincidencia puede ser interpretada de varios modos. Pero no parece mera casualidad que la renuncia al pensamiento sobre "las causas primeras y los principios" , según expresión aristotélica, vaya acompañada, en el ámbito filosófico, de una rehabilitación de la retórica.
Si el hombre acude a la retórica cuando se trata de debatir acontecimientos o situaciones sometidas continuamente a cambio ( como pueden ser la tasa de paro, el juego de un equipo de fútbol o la bravura de los toros de lidia, etcétera), y si renuncia a alcanzar un conocimiento sobre lo incondicional y necesario, no debe sorprender que una disciplina que decide centrarse únicamente en lo relativo, contingente y dependiente de muchos factores circunstanciales, termine por interesarse por la retórica. Aristóteles, hablando del entimema ( que define como "la demostración retórica") afirma: " las proposiciones de que hablan los entimemas, algunas son necesarias pero la mayor parte sólo frecuentes" .
Cuando se afirma que el mundo de los lugares comunes ( como pueden ser los refranes o las sentencias populares) es el mundo de lo probable, se quiere dar a entender que aquello sobre lo que versan los lugares comunes ni es necesario ni es absolutamente imprevisible o absolutamente azaroso. Los juicios sobre lo contingente no tienen una validez universal apodíctica sino una validez circunstancial. Entonces resulta importante defender los juicios emitidos atendiendo a las circunstancias particulares.
En este contexto conviene analizar la tesis según la cual para evitar dogmatizar filosofando, hay que recurrir a la retórica. Dogmatizar equivaldría a afirmar que una tesis es verdadera y cuyo valor de verdad no se pierde nunca y permanece para cualquier circunstancia, época y pensamiento. Es decir: la filosofía que recurriese a la lógica y no a la retórica, sería dogmática por pretender alcanzar un saber verdadero para cualquier país y época. Se trataría de un pensamiento de lo universal, de lo que permanece a través del paso del tiempo y a través del acaecimiento de los más diversos acontecimientos. En este sentido los filósofos actuales que abogan por el uso de la retórica, negarían, o bien que la filosofía fuese un saber sobre lo universal ( con lo cual quedaría por determinar qué nombre poner al saber de lo universal ), o bien que no hay nada universal, vale decir, que todo lo que hay es contingente azaroso, lo suficientemente cambiante como para no poder afirmar nada como no pasible de continua rectificación. Es decir: admitiendo que la filosofía fuese un saber sobre realidades de las que sólo cabe un conocimiento parcial, transitorio, válido dentro de ciertas circunstancias efímeras, caducas e irrepetibles, quedarían por resolver otras dos cuestiones: en la hipótesis de que hay una realidad universal, igual a sí misma, de tal forma que lo que de ella se predique con acierto no puede ser, en verdad, corregido sino sólo aumentado, ¿cuál es el saber que versa sobre ella? Al contrario, si las afirmaciones de que la filosofía, tradicionalmente considerada como un saber absoluto, no es un saber de tal índole, sino a lo sumo un saber probable, ¿ello no equivale a defender que no hay nada absoluto?
2.3 El pensamiento fuerte, pensamiento de lo necesario:
Plantearse la cuestión de los fundamentos supone que se cree que hay algo fundado, que hay cosas que, siendo, carecen de la razón de ser en sí. Son seres que dependen intrínseca y ontológicamente de algo que no son ellos mismos. Aquello de lo que dependen no está, en definitiva, fundamentado. La índole fundamental de los conocimientos filosóficos clásicos se debe a la índole o naturaleza de aquello por lo que se interesan. La filosofía primera se interesa por lo fundante, por lo no fundado, por lo que permanece idéntico a sí mismo, por aquello de lo que depende lo efímero, lo móvil, lo pasajero. Dice Aristóteles que " la ciencia primera tiene por objeto lo independiente y lo inmóvil" . Así pues, si se admite la perspectiva aristotélica, hay una ciencia que se ocupa de algo que es, llanamente, independiente e inmóvil. La independencia a la que alude aquí Aristóteles no es la propia de quien se gana la vida, o la de quien no vive a costa ajena porque se costea el alimento, la vivienda, la vestimenta, etcétera. Es más bien la independencia de lo incausado, de lo que no tiene origen, y de lo que no es fruto de la obra de un primer y ajeno agente. Se trata de una independencia metafísica u ontológica, más que de una independencia moral o práctica. Del mismo modo la inmovilidad a la que se refiere Aristóteles no es una inmovilidad estática propia del móvil que no se desplaza localmente, propia del móvil que, además de no moverse de un sitio a otro, está quieto. Es más bien la inmovilidad de lo que permanece idéntico a sí mismo, sin experimentar cambios ya de incremento ya de empequeñecimiento (entendiendo por éstos, no unas ganancias o unas pérdidas de tipo exclusivamente espacial, sino de otros muchos tipos, como puedan ser ganancias de conocimiento o ganancias de libertad).
El conocimiento de una realidad semejante ( es decir inmóvil e independiente) admite añadidos, incrementos, pero no correcciones o rectificaciones, o si se prefiere, suplantaciones. En efecto, tratándose tanto de una realidad siempre idéntica a sí misma, como de un conocimiento verdadero, acertado, lo descubierto en un momento dado acerca de ella seguirá siendo válido en otro momento sucesivo. Por lo mismo ese conocimiento verdadero de esa realidad inmóvil sólo será pasible de aumento, y ello a expensas de que lo hallado con anterioridad no sea exhaustivo o no agote la realidad en cuestión.
Resulta obvio que semejante tipo de conocimiento no puede ser calificado de débil, ya que este tipo de atributo más bien parece aludir a un conocimiento dudoso, a lo sumo probable, pero en ningún caso contundente o definitivo. Por la misma no cabe hablar de un pensamiento débil más que cuando se trata de un pensamiento que no versa sobre realidades inmóviles e independientes, ya que todo pensamiento acertado de realidades inmóviles e independientes siempre guardará su validez, y por lo tanto sólo será pasible de incremento y no de corrección. En este sentido se puede ya precisar que al hablar de pensamientos fuertes y de pensamientos débiles, no se trata de remitirse a potencias especuladores más (o menos) poderosas. Lo que determina que un pensamiento sea fuerte o débil no es la potencia o la debilidad del sujeto que conoce, sino la índole del objeto de conocimiento. Si el objeto por el que se interesa el sujeto es un objeto cambiante, sometido, al menos potencialmente, a evoluciones, el conocimiento que se obtendrá de él, será siempre provisional, pasible de rectificaciones, débil. En cambio si el objeto conocido es siempre igual a sí mismo, o si lo que de él se examina, permanece invariable, entonces se asiste a un conocimiento fuerte.
En la perspectiva aristotélica, además de la supuesta inmovilidad del objeto de la ciencia primera, cabe hacer hincapié en su independencia, independencia que hay que entender, dentro de la obra aristotélica, más como incausalidad que como emancipación. Ello implica que dicho objeto no puede ser conocido mediante el conocimiento de sus causas ( no por incognoscibles sino porque no las hay). A lo sumo, y siempre y cuando no quepa un conocimiento directo de dicho objeto, cabrá alcanzarlo o aprehenderlo mediante sus efectos, es decir, mediante el conocimiento de lo que , en alguna medida, depende de él como de su causa. Por contraste, lo relativo es lo dependiente, aquello que depende esencial y ontológicamente de otro que él. El punto de partida de la metafísica es el pensamiento de lo relativo ( o de lo dependiente), en cuanto relativo (o en cuanto dependiente). Por eso, si se procede al abandono de la metafísica, se procede o bien a dejar de pensar lo relativo ( en este caso se trataría de empezar a pensar lo absoluto), o bien a dejar de pensar lo relativo en cuanto relativo.
Aquí se encuentra una de las grandes claves de este tema. Resultaría contradictorio afirmar que la corriente débil, en la medida en que preconiza un pensamiento débil, un pensamiento relativo consciente de su propia caducidad, no atiende a lo relativo en cuanto relativo; pero no se trata de la relatividad en el orden del ser, ni de una relatividad estudiada como remitente a un orden necesario, incausado, impropio de este mundo y al que trascendería. Es más bien una relatividad inmanente (poniendo mucho cuidado en no identificar esa inmanencia con la subjetividad del sujeto de conocimiento). Es la relatividad propia de los seres de este mundo. Estos, aún permaneciendo sí mismos, cambian. Por ende, hay que subrayar la consecuente relatividad resultante de la mutua compenetración entre esos tipos de realidades, de tal forma, por ejemplo, que lo que influye de una manera dada en un momento, a la vista de sus propios cambios, influye de manera muy distinta en otro. El abandono de la relatividad como remitente a la necesidad, o su posible equivalente de estricto atenimiento a la relatividad, llevan, muy probablemente, a un tipo de reflexión consciente de su interinidad, de su precariedad: dado que aquello sobre lo que se vierte el pensamiento está sometido tanto a propio cambio como a la influencia de lo que le rodea y cambia, lo afirmado hoy puede no ser válido al poco tiempo.
Así detrás de no pocas habilitaciones del pensamiento débil, y de no pocas descalificaciones del pensamiento fuerte, se encuentran tristes experiencias políticas, experiencias fundamentadas, promovidas y justificadas por exposiciones teóricas, mal avenidas, en su rigidez, con la movilidad, la riqueza y la pluralidad de los fenómenos sociales. Pero detrás de una reacción tan justificada (se entiende que para evitar abusos políticos como los sufridos, se procure promocionar un tipo de pensamiento mucho más flexible, y con pretensiones mucho menos totalizantes), puede que se esconda una crítica excesiva. En el fondo, para quien persiste, a pesar de las sentencias de invalidez, en la vigencia del discurso filosófico clásico (discurso sobre lo fundante y con pretensiones de verdad plena), el atenimiento de la nueva corriente retórica a lo relativo, supone que deberá insistir en el carácter de lo relativo como remitente a lo absoluto y necesario. O dicho de otro modo: si algún debate es posible entre quienes consideran que no es posible el discurso filosófico y que hay que sustituirlo por el discurso retórico, y entre quienes consideran que el discurso filosófico sigue siendo posible, será un debate en torno a la relatividad, y más concretamente, en si ésta remite a lo necesario y fundante o no. Conviene tener en cuenta que, en este debate no está en juego únicamente la afirmación o la negación de la existencia de algo fundante y necesario (sea esto lo que sea: Dios, Inteligencia, Espíritu de la historia, Aquello mayor de lo cual no se puede pensar, etcétera), sino la índole misma de lo supuestamente relativo y contingente. En efecto: si lo relativo es puramente relativo, entonces puede muy bien que no se trate más que de un puro azar, un puro caos; y en este caso, podría quedar invalidado incluso el propio discurso retórico, ya que una tesis y su contraria, dada la índole caótica del objeto sobre el que son vertidas, serían verdaderas a la vez, o también falsas a la vez. Y, en este caso, habría que terminar o bien por suspender definitivamente el discurso, o bien por estimarlo como un conjunto de voces vacías, voces sin sentido ni contenido.
Aunque en muchos casos la teoría del pensamiento débil aparece como una corriente que reacciona contra los abusos políticos en que consistieron las puestas en práctica de determinadas ideologías recientes (por ejemplo los susodichos casos del marxismo real o del nacional socialismo alemán de los años 30 y principios de los 40), sin embargo, el prototipo al que se remite esa teoría como ejemplo a combatir y a evitar es el de la filosofía platónica, o el de la filosofía de sesgo platónico. Por eso, independientemente de que en Platón se puede hallar una teoría política de sesgo más o menos totalitario, no cabe la menor duda que resulta pertinente la atención filosófica a este tema. Aquí no está en juego únicamente la teoría de la praxis política; en verdad está en juego la tradición filosófica en su conjunto. En el fondo conviene tener muy en cuenta el significado secreto que se da aquí a la filosofía, so pena de no advertir que no se trata solamente de impulsar y promover un nuevo modo de entender la acción política, sino que se trata de hacerlo partiendo de la convicción de que la filosofía consiste y ha consistido siempre en un ejercicio de teoría política. O dicho de otro modo: para los padres del pensamiento débil promover una nueva racionalidad política equivale a promover una nueva racionalidad filosófica. En cierto modo, y adelantando posibles desarrollos ulteriores, cabe descubrir una secreta (y por cierto monumental) paradoja: la coincidencia en la convicción de la vocación política de la filosofía inherente tanto a las ideologías políticas que se denuncian, como al renacimiento del discurrir político en que quiere consistir el pensamiento débil como denuncia y alternativa de esas mismas ideologías rebatidas. En rigor, si uno se instala en el seno del acerbo cultural que inspira el denominado pensamiento débil, la disyuntiva "retórica - filosofía" no plantearía tanto la duda de si la retórica es capaz de un conocimiento más acertado del que alcanza la filosofía, sino la alternativa entre dos formas de hacer política.
CONCLUSIÓN:
A lo largo de este trabajo se ha procurado mostrar: - que el abandono de los temas metafísicos termina por centrar la atención del filósofo únicamente en lo contingente y cambiante, es decir, en aquello sobre lo cual no es posible un conocimiento universal y necesario; - que la retórica, considerada como el arte de convencer, no puede satisfacer al filósofo, ya que éste no busca tanto el asentimiento de su auditorio como la verdad. El pensamiento débil resulta necesario para el filósofo en la medida en que vierte su reflexión sobre lo cambiante y contingente. Pero por otra parte le induce a renunciar a conocer lo eterno, lo permanente, lo absoluto: le induce a adoptar la retórica como instrumento de reflexión, y lo contingente y azaroso como tema exclusivo de meditación.
BIBLIOGRAFÍA:
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