Las condiciones en las que el sujeto elabora un discurso de verdad sobre sí mismo protagonizan el último curso dictado por Michel Foucault en el Collège de France, publicado ahora en castellano. Además, un libro de conversaciones.
POR Gustavo Varela
A pesar de su continua reflexión sobre la finitud humana, la filosofía soporta poco la muerte de sus hacedores más decisivos. Es vivida como un destierro vital, como una privación injustificada. Esta flaqueza ante lo único inevitable, lejos de producir nostalgia, provoca apertura, condiciones nuevas del pensar, sucesiones, continuidades o rupturas. Está en el origen mismo del pensamiento filosófico: toda la escritura de Platón acaso no sea sino el envés de su dolor por la muerte de Sócrates, lo insoportable de esa muerte. El sufrimiento de Platón, el vacío que lo recorre, se vuelve escritura de denuncia y reflexión, voluntad de verdad dialogada puesta en palabras, una historia que comienza con la cicuta y cuyos efectos posteriores no son sino una buena parte de la historia de la filosofía de Occidente.
Michel Foucault murió en junio de 1984. Entre febrero y marzo de ese año dictó su último curso en el Collège de France dedicado al gobierno de sí y de los otros. Su muerte, como la de otros, también resulta insoportable. La publicación de sus clases dictadas desde comienzos de los años setenta es una ilusión retroactiva que conjura los efectos de ese fastidio. Porque su voz vuelve a sonar, porque es nuevamente su pensamiento puesto en acción, porque de algún modo lo que allí está escrito es novedad. Es Foucault pensando, diciendo, respirando otra vez delante de sus alumnos, inagotable a pesar de su ausencia.
En El coraje de la verdad. El gobierno de sí y de los otros II (FCE, 2010), el último de sus cursos que acaba de publicarse en español, Foucault continúa con su investigación en torno a la relación entre la verdad y las formas de subjetivación que había iniciado en años anteriores. Aunque tal vez corresponda decir que este es el tema que ha tratado a lo largo de toda su obra. Así lo dice en un reportaje en enero de 1984, unos días antes de comenzar con su curso: “Siempre he pretendido saber cómo el sujeto humano entraba en los juegos de verdad (…) Yo lo había enfocado entonces bien en las prácticas coercitivas –tales como la psiquiatría y el sistema disciplinario–, bien bajo las formas de juegos teóricos o científicos –tales como el análisis de las riquezas, del lenguaje o del ser viviente”.
En esta última etapa de su producción, Foucault se interesa por esta misma relación ahora enfocada a pensar cuáles son las condiciones en las que el sujeto elabora un discurso de verdad sobre sí mismo. La confesión, el examen de conciencia, las reglas monásticas, la parrhesía , el ocuparse de sí, el conocimiento de uno mismo, todas ellas son formas de relación entre sujeto y verdad que atraviesan la historia del pensamiento occidental y que abren a más de un interrogante: ¿De qué modo el sujeto se ocupa de sí?; ¿qué palabra se dice, cuáles son las verdades que fundan su hacer y su pensamiento?; ¿desde cuándo y por qué necesita de esa palabra? ¿qué secuelas tiene el trabajo sobre uno mismo en el vínculo con los otros? En definitiva, ¿cómo se edifica un discurso veraz sobre sí mismo y cuáles son sus efectos? Foucault se desplaza de la modernidad y va hasta los orígenes mismos del pensamiento filosófico, a la nutriente grecorromana, donde verdad, poder y sujeto se entrelazan, se requieren de una manera esencial. La palabra filosófica teje estas tres dimensiones de un modo irreductible, porque a la vez que pregunta por un orden de verdad, también interroga sobre “la organización de las relaciones de poder” y sobre la forma en cómo “el individuo se constituye en sujeto moral de su conducta”. Es decir, Alétheia, politeia y ethos reunidos, especificidad del discurso filosófico que lo diferencia de la ciencia, de la política y de la moral en tanto estas sitúan su interés en uno solo de estos aspectos. El filósofo, en su práctica, reúne necesariamente los tres planos, lo que significa que la filosofía no es un saber autónomo ni de la práctica política ni de las consecuencias éticas de su hacer. Ni verdad ascética, ni ingenuidad política, ni moral edificante; la filosofía compone una sola melodía en la que operan tres dimensiones que se superponen, sin que pueda ser posible reducir una a otra.
La figura del parrhesiatés , aquel que ejerce un hablar franco y sin miedo, aquel que guía a sus discípulos bajo una verdad incómoda dicha con coraje, es la expresión más acabada de esta unidad. Foucault ya había dedicado parte de sus cursos a la investigación de esta figura y comienza éste de 1984 retomando algunos de sus conceptos para derivarlos en dirección al análisis del pensamiento de Sócrates y de los filósofos cínicos. En ambos casos, la construcción de una “verdadera vida” aparece como interpelación a un orden político y como expresión de una ética singular. Porque no son discursos de la verdad sino veridicciones, enunciados que el mismo sujeto dice sobre sí mismo y que exponen a la vez una ética que se extiende a los otros y una crítica a las relaciones de poder.
Dos modos de ser de la parrhesía filosófica, dos expresiones diferentes para una misma actitud: en Sócrates, en su práctica de vida, como afirmación moral; en el cinismo antiguo, como osadía convertida en “intolerable insolencia”.Foucault muestra que la parrhesía socrática no es de tribuna sino de plaza, no tiene oyentes sino interlocutores. Como la democracia no tolera su palabra, el discurso veraz se vuelve impotente. Si la política pública requiere de la mentira y la adulación, si se sostiene sobre una práctica de discursos empalagosos destinados a una mayoría, si en la democracia no hay lugar para el decir veraz, el que no tiene lugar es Sócrates. El efecto complementario de esta imposibilidad es la fundación de la parrhesía en el campo de la ética. Es decir, ya no una veridicción que interpele a las instituciones de la ciudad, sino un trabajo sobre el alma individual, sobre el príncipe, sobre el ciudadano con prestigio, sobre el joven valeroso. Esto no significa el desprecio de los destinos de la ciudad y la reclusión de la verdad en el orden privado. Lejos de esto, Foucault ve en la actitud socrática el despliegue de una instancia política que hace pie en una metafísica del alma y que conduce a un modo de existencia (una estética de la existencia) que anuncia a los hombres el coraje que necesitan y los riesgos que afrontan en su decir veraz. Foucault analiza entonces la muerte de Sócrates, su parrhesía final, donde lejos de ser el desprecio a su propia existencia y a las leyes de la ciudad, es la afirmación de su modo de vida. El coraje no es por aceptar la muerte sin lamentaciones sino por sostener una práctica ética en la que se “combinaron el objetivo de una belleza de la existencia y la tarea de rendir cuentas de sí mismo en el juego de la verdad”.
Sócrates no es ejemplo ni modelo sino insistencia, el tábano que produce ardor en los otros porque antes, ese ardor, estuvo en él mismo. A partir de la lectura de Foucault, el idealismo tantas veces atribuido al pensamiento político de Platón se vuelve una instancia concreta en la ética singular socrática: el “conócete a ti mismo” se despliega, entonces, como la premisa de una política vinculante.
La práctica de los cínicos es uno de los efectos de esta articulación entre modo de vida y veridicción, para Foucault la forma más rudimentaria y radical de una vida filosófica: “El cinismo –afirma– hace de la vida, de la existencia, del bíos , lo que podríamos llamar una aleturgia , una manifestación de la verdad”. No hay en ellos un sistema teórico ordenado ni una doctrina elaborada de un modo preciso. La forma de acceso es a través de anécdotas, gestos, actitudes, situaciones que interpelan de un modo insolente y desvergonzado y que dan cuenta del comienzo de una tradición en la que el modo de vida aparece como consecuencia del escándalo de la verdad. Por ello Foucault hace referencia a las formas que adquiere el cinismo antiguo en tiempos posteriores, como una categoría transhistórica que permite evaluar su presencia: así, los esquemas de conducta de los cínicos aparecen en ciertas prácticas de ascetismo religioso cristiano; o en la singularidad de la vida de los artistas modernos donde la obra surge como uno de los efectos de esa existencia impar; o en la práctica política revolucionaria de los siglos XIX y XX donde la militancia se presenta como un “testimonio por la vida, bajo la forma de un estilo de existencia”.
Sabemos del cínico Diógenes de Sínope, de su actitud ante Alejandro, de su austeridad y su barril. Su enseñanza es de combate, de resistencia, no porque los cínicos ofrezcan un sistema ordenado de ideas sino a través de situaciones y anécdotas que, para Foucault, constituyen una verdadera doctrina. Y en una de esas anécdotas se detiene, en aquella que dice de Diógenes el haber alterado el valor de la moneda. Para Foucault esta anécdota es un signo de un cambio de valores, una necesidad de alteración de las costumbres, más un principio de vida que un suceso delictivo. Entonces se pregunta, si para los cínicos, la vida no debe ser “una vida otra”. Y aquí Sócrates vuelve a encontrar su lugar como alfa y omega del pensamiento de Occidente: porque en la lectura platónica de su pensamiento lo que surge es la cuestión del “otro mundo” y en la sucesión cínica es el de la “vida otra” en este mundo. Y remata: “El otro mundo y la vida otra fueron en esencia, creo, los dos grandes temas, las dos grandes formas, los dos grandes límites entre los cuales la filosofía occidental no dejó de desarrollarse”.
No es posible pensar este último curso de Foucault como la conclusión apretada y sintética de su pensamiento filosófico. Sus ideas no se condensan en un solo frasco teórico y los efectos de su obra son más expansivos que unificadores. Sus desplazamientos temáticos son un signo de esta polífonía que es Foucault, de su necesidad de incomodidad para pensar, de su ritmo sostenido y de su coraje para hacer filosofía.
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