EL SISTEMA HELIOCÉNTRICO: ARISTARCO DE SAMOS, PTOLOMEO E HIPARCO
Aristarco de Samos: El más importante fue sin duda Aristarco de Samos (c. 310 230 a.C.).Ya entre los pitagóricos hubo filósofos que hablaron de un cierto movimiento de la Tierra y parece claro que Heráclides de Ponto (388-315 a.C.) afirmó el movimiento de rotación diurno de la Tierra. Pero el más osado fue Aristarco, que propuso un sistema heliocéntrico -helios en griego significa Sol- en que el Sol estaba en e centro de la esfera estelar y de las órbitas de los planetas.
La Tierra, el tercero de esto; planetas desde el Sol, tenía a la Luna como planeta propio y giraba sobre sí misma cada veinticuatro horas. Tan sólo conocemos esta información escueta por un breve texto de Arquímedes y no nos ha llegado ningún detalle del modelo cosmológico de Aristarco.
Desde el punto de vista astronómico, era sin duda una sugerencia valiosa que podía explicar tanto el movimiento diario de todos los cuerpos celestes como el movimiento propio de los planetas.
El propio Ptolomeo afirmaría que, respecto a los fenómenos celestes, nada impide que concuerden con «la disposición más simple». Efectivamente, dado que lo observado es lo mismo en ambos casos, en abstracto parece más sencillo que un solo cuerpo, la Tierra, gire sobre sí misma en 24 horas, que el que todos los cuerpos celestes giren cada 24 horas alrededor de la Tierra. Pero, de hecho, el doble movimiento terrestre implicaba consecuencias prácticamente inaceptables tanto desde el punto de vista astronómico como, sobre todo, desde el punto de vista físico.
Las primeras teorías sobre el universo: En la antigüedad hubo muchas teorías sobre el universo, a veces fantasiosas. La forma general del universo fue imaginada primero como una campana, o una especie de cúpula, incluso, en una antiquísima leyenda china, como un paraguas. Más tarde, se consideró que la bóveda celeste era perfectamente esférica y que rodeaba por todos lados el globo terrestre. Encajadas en la bóveda celeste, todas las estrellas, consideradas también como esencias perfectas e incorruptibles, sedes naturales de los dioses y de toda sublime manifestación de armonía, participaban solemnemente en el movimiento (aparente) de rotación del cielo.
¿Cuáles eran, para los antiguos, las dimensiones y los límites del universo? Para Aristóteles, el universo era finito, esférico y perfecto. El estagirita creía que el universo estaba formado por un número finito de esferas, cincuenta y cinco exactamente. Para Anaxágoras, en cambio, era infinitamente extenso y estaba formado por infinitos elementos, llamados gérmenes universales u homeomerías. En Grecia, la concepción del universo estuvo siempre condicionada por exigencias y consideraciones de orden filosófico y religioso.
El mero hecho de pensar en el universo como en una enorme esfera planteaba inmediatamente una importantísima cuestión: ¿cuál era el centro de la gran esfera celeste, el punto real o imaginario en torno al cual giraba todo el universo?
Para todos los astrónomos, matemáticos y filósofos griegos y alejandrinos el problema no se planteaba siquiera. Como hemos visto, estos sabios imaginaban la Tierra como una esfera suspendida en el espacio. Además, observando el cielo, habían llegado a la conclusión de que todos los cuerpos celestes, el Sol, la Luna y las estrellas, giraban a su alrededor con regularidad.
Ello les condujo a la teoría según la cual la Tierra, inmóvil en el espacio, se encontraba en el centro del mundo. Una concepción similar lograba explicar de un modo simple y exaustivo todo el dinamismo celeste, salvando al mismo tiempo la unidad y la perfecta armonía del universo. Los círculos, las esferas y los movimientos circulares eran considerados como otros tantossímbolos de perfección. Por otra parte, a los griegos, por razones religiosas y filosóficas, les repugnaba la idea de que en el universo hubiese elementos inarmónicos, cosas imperfectas.
Pero esta teoría empezó a no satisfacer a algunos astrónomos de aquella época, que lamentaban que no explicase el movimiento anómalo (de retroceso) de los planetas. Entre éstos figuraba Heráclides Póntico, discípulo de Platón, quien, estudiando los movimientos de Mercurio y Venus, comprendió claramente que su centro de revolución debía ser el Sol. Pero también sostuvo que los demás planetas giraban alrededor de la Tierra. En la estela de este genial precursor, muchos trataron de demostrar que todos los planetas giraban en torno al astro del día.
Este sistema geocéntrico, basado en dos supuestos erróneos (que los planetas orbitan alrededor de la Tierra y que sus órbitas son circulares en lugar de elípticas), era ya por entonces absolutamente inservible.
En consecuencia, Hiparco (imagen izq. c. 190-120 a. C.) redujo el número de grandes esferas a siete (para el Sol, la Luna, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno) y agregó las esferas menores, llamadas epiciclos, que se separaban de la órbita principal formando lazos. Las esferas grandes, llamadas deferentes, giraban alrededor de un punto imaginario que giraba alrededor de la Tierra. Los pequeños epiciclos se inventaron para explicar los problemáticos retrocesos de los planetas.
En una palabra, el mecanismo geométrico inventado por Hiparco era una máquina de aspecto destartalado. Su propósito era «salvar las apariencias», hacer que la teoría y la realidad coincidieran, en lo que en parte tuvo éxito. Los astrónomos pudieron hacer predicciones razonables sobre las posiciones de los planetas utilizando este modelo, aunque fuese insoportablemente complicado e intrínsecamente erróneo. Pero, puesto que da la sensación de que las estrellas se mueven alrededor de la Tierra, el sistema de Hiparco mantuvo su predominio durante siglos.
En el siglo II d. C. el universo con la Tierra por centro era un dogma. Este catecismo lo escribió entre el año 140 y el 149 Claudio Ptolomeo, del que se sabe tan poco que ni siquiera hay certeza sobre si era griego o egipcio. Su modelo del universo —tan parecido al de Hiparco que Ptolomeo (ó Tolomeo, imagen arriba) ha sido acusado de plagio— consistía en un artilugio inverosímil, oscilante y descentrado. Su obra en treinta y nueve volúmenes, que incluía un catálogo estelar y una sección de trigonometría, fue conocida como la Megale mathematike syntaxis (Composición matemática o Gran sintaxis) o bien como el Megiste (El más grande), en abreviatura. Su importancia es difícil de subestimar, pues paralizó la cosmología durante casi 1.400 años.
Aristarco y el sistema heliocéntrico: La primera verdadera formulación de la teoría heliocéntrica fue debida a Aristarco de Samos, astrónomo griego del siglo III a. C. Según esta teoría, todos los planetas, incluida la Tierra, giran alrededor del Sol. Aristarco situó la Tierra entre Venus y Marte; reconoció que la Tierra recorría una órbita completa en un período de un año y aseveró, por último, que el cielo de las estrellas fijas (la bóveda celeste) se encontraba a una distancia del Sol prácticamente infinita. De ahí sacó la conclusión de que en el centro del universo no se encontraba la Tierra sino el Sol, por lo que nuestro planeta no sólo giraba alrededor del astro sino también sobre su propio eje.
Significativas, aunque aproximadas, fueron las primeras investigaciones de este extraordinario científico de la antigüedad sobre las distancias entre los cuerpos celestes. Aristarco calculó que la distancia de la Tierra a la Luna estaba en una proporción de 1 a 19 con la distancia de la Tierra al Sol. La Luna tenía un diámetro igual a 0,36 veces el terrestre y el Sol uno igual a 6,75 veces el de nuestro planeta.
Por tanto, Aristarco ideó y describió con gran agudeza y exactitud lo que actualmente llamamos sistema solar. Su teoría, sin embargo, no convenció a los sabios de su tiempo y fue duramente combatida. Sólo muchos siglos después fue retomada y revalorizada por el científico Copérnico.
Las razones para rechazare heliocentrismo de Aristarco de Samos. En primer lugar, incluso los cálculos más discretos de la distancia de la Tierra al Sol realizados por los griegos implicaban que si fuera la Tierra la que girara en torno al Sol quieto, desde puntos opuestos de su órbita, las constelaciones estelares deberían variar su aspecto. Pero esto no sucede, de lo cual los griegos deducían coherentemente que la Tierra no gira en torno al Sol.
Dicho más técnicamente, si la Tierra orbitara en torno al Sol, a la considerable distancia en que lo hace -743 radios terrestres, según Aristarco, o 1.079 radios terrestres según Ptolomeo-, debería ser perceptible la paralaje estelar, pero esto no sucede así y por tanto hay que rechazar que la Tierra gire en torno al Sol. Sin embargo, la dificultad más seria contra el movimiento terrestre provenía del ámbito de la física.
Eratóstenes había calculado con gran precisión que la Tierra tenía una circunferencia de 39.690 kilómetros. Eso significaba que para completar una vuelta sobre sí misma tenía que rotar a una velocidad de unos 1.600 kilómetros/hora. Pero si en una experiencia tan familiar como correr o cabalgar a 30 kilómetros/hora o a 6o kilómetros/hora se siente un cierto efecto, una ligera brisa que levanta cabelleras y otras cosas, ¿qué efectos no había detener una velocidad tan increíble? Ningún objeto podría permanecer sobre la superficie de la Tierra, si es que ésta pudiera resistirían veloz rotación sin desintegrarse.
Así pues el movimiento de rotación terrestre resultaba increíble. Pero, además, a los efectos de la rotación habría que añadirle los producidos por el movimiento de la Tierra alrededor del Sol. Según los cálculos del propio Aristarco que acabamos de mencionar, de la distancia Tierra-Sol, es fácil deducir que la velocidad de la Tierra en su órbita habría de ser aún mayor que la de su rotación y, portante, los efectos resultantes habrían de ser totalmente catastróficos.
Pero la experiencia inmediata nos muestra que nosotros podemos permanecer sentados o caminar tranquilamente, que los pájaros revolotean y las nubes flotan sobre nuestras cabezas y no se produce ninguno de esos espantosos efectos que implicaba el doble movimiento terrestre. No es extraño, pues, que tras analizar la cuestión, Ptolomeo afirmase que «en última instancia todas estas consecuencias son ridiculas, incluso imaginarlas es ridículo» (Almagesto, l,7).
En definitiva, fue el respeto por los hechos y la argumentación racional lo que llevó a los griegos a rechazar la hipótesis del movimiento terrestre de Aristarco. En realidad, pues, lo que hay que explicar es por qué acabó abandonándose la cosmología geocentrista y geostática y finalmente se impuso la cosmología heliocéntrica. Pero antes de ver cómo empezó este proceso, debemos aludir a otro elemento central que lo afectó sustancialmente.
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