José Antonio Acevedo Díaz
La ciencia, como búsqueda sistemática de conocimiento teórico (episteme), tiene sus orígenes en la Grecia Clásica. No obstante, tal y como se acepta habitualmente, la ciencia moderna es un fenómeno muy posterior, que puede datarse entre finales del XVI y comienzos del XVII. El filósofo Francis Bacon fue el gran propagandista de la ciencia moderna durante el siglo XVII.
Aunque el dogma teoricista, heredero de la tradición platónica-aristotélica, siempre ha estado presente en la civilización occidental, Bacon defendió que el conocimiento para manipular las cosas materiales era más útil para el progreso social que el saber abstracto, subrayando así la vertiente instrumental de la ciencia. El propio Descartes también llegó a afirmar que verdad y utilidad son inseparables.
Una mirada al pasado nos permite comprobar que los científicos siempre se han relacionado en mayor o menor medida con el Estado, el ejército, los empresarios y los comerciantes en cualquier época. Son conocidas las implicaciones sociales, industriales y comerciales de afamados científicos londinenses durante los siglos XVII y XVIII, tales como Boyle y Hooke. La ciencia moderna tuvo el sentido de lo útil e interés por los asuntos tecnológicos desde sus orígenes.
Entre 1670 y 1870 la ciencia pasó de una vocación a ser una profesión. En 1840, William Whewell empleó por primera vez el término “científico” en vez de “filósofo natural” para designar a quien practicaba la ciencia. Aunque ya estaba parcialmente organizada, a comienzos del siglo XIX la posición social de la ciencia era aún muy diferente de la que tuvo después. Los científicos no solían disponer más que de sus propios medios y recursos por entonces, salvo los que les proporcionaban unas cuantas academias e instituciones generalmente mantenidas por los diferentes Estados, aspecto en el que Francia fue una adelantada en el siglo XVIII.
La institucionalización profesional de la ciencia comenzó a producirse hacia el último tercio del siglo XIX. De esa época son, por ejemplo, el Laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge en Inglaterra (1874) y el Instituto Pasteur de Francia (1888). Pero, si hay un lugar donde la ciencia tuvo una profunda academización durante el XIX, éste fue Alemania. Allí se fomentó la investigación en equipo (seminar) o, como se diría hoy, la constitución de grupos de investigación. Así, a partir de 1825 Liebig empezó a crear una escuela de investigación química en la Universidad de Gressen, que tuvo una enorme importancia para la ciencia alemana. También se fundaron importantes instituciones profesionales de ciencia y tecnología en los países más avanzados, sobre todo en Alemania, en gran parte debido al impulso del desarrollo del electromagnetismo y la electrotecnia industrial, y al de la química orgánica relacionada con la industria de los tintes. Una muestra de ello fue la creación en Alemania, durante 1887, del Instituto Imperial de Física y Tecnología (Physikalisch-Technische Reichsanstalt, PTR), impulsado, diseñado y construido por Ernest Werner Siemens y presidido por Helmholtz desde su inauguración.
En los años 80 del XIX había algunas empresas alemanas y suizas que empleaban a científicos en sus laboratorios, en particular químicos, los cuales no realizaban sólo análisis rutinarios, sino que desarrollaban nuevos procesos y obtenían productos novedosos. La ciencia industrial comenzaba así a surgir como profesión atractiva para los científicos. A finales del XIX, coincidiendo con la profesionalización de la actividad científica, la ciencia moderna occidental se había apropiado de la tecnología y la exhibía como una muestra del éxito de la aplicación de los conocimientos científicos teóricos. La investigación académica se encontraba muy por delante de la investigación industrial, pero ésta lograría su pleno desarrollo a partir de la primera guerra mundial durante el siglo XX, sobre todo en los EE.UU. de Norteamérica.
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"La vida, dijo (Pitágoras), se parece a una asamblea de gente en los Juegos; así como unos acuden a ellos para competir, otros para comerciar y los mejores (vienen) en calidad de espectadores, de la misma manera, en la vida, los esclavos andan a la caza de reputación y ganancia, los filósofos, en cambio, de la verdad." Diógenes Laercio, Vidas de filósofos ilustres, VIII
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