viernes, 26 de febrero de 2021

Gilles Deleuze: pensar problemáticamente

 Gilles Deleuze: pensar problemáticamente

INTRODUCCION 

El Kafka. Por una literatura menor (1975) se abre con una pregunta que todo lector de Deleuze, ya sea neófito o asiduo, habrá sido llevado a plantearse tras haber iniciado su travesía por los senderos harto sinuosos que componen la obra del filósofo francés. Esa pregunta, en apariencia inocua, incluso trivial y anodina, —pues se la podría hacer de bon droit todo aquel que decida adentrarse por vez primera en una obra nueva (sea literaria, filosófica, etc.)—, deja de serlo y adquiere repentinamente mayor calado cuando uno experimenta, al hilo de la lectura, ese sentimiento de profundo desamparo o desconcierto en el que la obra lo sume. Y cabe señalar que, con Deleuze, ese sentimiento suele ser tenaz y duradero. 

En el citado ensayo1 Deleuze pregunta, pues, «cómo entrar en la obra de Kafka», y añade a modo de advertencia que la obra del escritor checo se presenta bajo la forma de «un rizoma», de «una madriguera» (KLM, 11). Creemos que dichas consideraciones son plenamente válidas en el caso que nos ocupa aquí: pues la obra de Deleuze consta, al igual que la kafkiana, de «múltiples entradas», trazos y otros pasadizos por los que entrar y transitar, configurando así un «sistema abierto» cuya peculiar lógica —una «lógica de las multiplicidades» (C, 233)— satisface la visión marcadamente empirista o pluralista que el filósofo francés tiene del mundo: la de «un mundo de exterioridad, [de] un mundo en el cual el pensamiento mismo se encuentra en una relación fundamental con el Afuera, [de] un mundo en el que hay términos que son verdaderos átomos y relaciones que son genuinas travesías externas, [de] un mundo en donde la conjunción “y” destrona la interioridad del verbo “ser”, mundo de Arlequín, abigarrado y hecho de fragmentos no totalizables en donde la comunicación procede mediante relaciones exteriores» (ID, 214). 

1 Algunas obras, que pertenecen innegablemente a la producción filosófica de Deleuze, llevan una doble firma: Gilles Deleuze y Félix Guattari. Pero lejos de querer determinar la parte del tarea cumplida que se supone debe asignarse a Guattari, —intento que, por lo demás, resultaría laborioso por cuanto se trataría de «discernir lo indiscernible» (C, 15)—, hemos decidido enfocar dicha colaboración como un componente inherente a la propia obra de Deleuze, y, una vez señalado este punto, no citar más que el nombre de Deleuze por comodidad de lenguaje.

Pero este sistema, dotado de entradas múltiples, conlleva a su vez un riesgo correlativo, que es el de perder de vista ese hilo de Ariadna que permitirá al lector salir de lo que se presenta incontestablemente como un auténtico laberinto conceptual. He aquí la razón de por qué, en última instancia, la tarea más ardua que atañe al lector no sea quizás la de entrar en Deleuze, sino más bien la de salir «ileso» del viaje que éste decide emprender a través de un pensamiento, desde todos los puntos de vista, original a la vez que desconcertante. Y ese riesgo, el lector lo percibirá rápidamente como algo tanto más inminente cuanto que se percate de que «los mismos motivos lógicos, a menudo los mismos conceptos, vuelven de un libro a otro, [pero] cada vez variados, desplazados; la obra siempre en curso [apareciendo] como un juego de ecos o de resonancias»2 . 

2 F. ZOURABICHVILI: Deleuze. Une philosophie de l’événement, Paris, PUF, 2004, p. 13. 

Sentado esto, no es cierto que ese «nomadismo» del pensamiento haga peligrar la coherencia de la obra: pues ésta posee, como se mostrará, suficiente unidad y fuerza problematizante como para imponerse por sí misma como una filosofía. Pero no por ello significa esto que el pensamiento deleuziano consista en una «síntesis» (en el sentido clásico del término). Pues para que haya síntesis, es necesario que se satisfagan las dos condiciones de la «universalidad “mirando hacia lo uno-idéntico”» y de la «fijeza de los referentes»3 ; pilares sin duda esenciales a ojos de la tradición filosófica, pero que el propio Deleuze rehúsa intencionadamente hacer suyos, en la medida en que impiden que el pensamiento pueda, según el célebre leitmotiv bergsoniano, abrazar el movimiento real de la vida. 

3 A. VILLANI: La guêpe et l’orchidée. Essai sur Gilles Deleuze, Paris, Belin, 1999, p. 6.

Pues bien, entre las múltiples puertas de entrada a la filosofía de Deleuze, una de ellas consiste precisamente en entenderla como una filosofía de la vida, una filosofía «vitalista». Como él mismo afirma: «no hay obra que no deje a la vida una salida, que no señale un camino entre los adoquines»; y agrega enseguida: «todo cuanto he escrito —al menos así lo espero— ha sido vitalista» (C, 228). Inversamente, Deleuze es, sin lugar a dudas, uno de los filósofos que más ha aborrecido la neurosis y la muerte, a las que no hace concesión alguna:

«[es] Edipo, tierra cenagosa, [quien] desprende un profundo olor de podredumbre y de muerte» y «convierte a esta muerte en un conservatorio para la vida […]. Pero es preciso, en nombre de una horrible Ananké, la Ananké de los débiles y de los deprimidos, la Ananké contagiosa, que el deseo se vuelva contra sí». Deleuze cita entonces a Miller: «no hay uno solo de nosotros que no sea culpable de un crimen: el, enorme, de no vivir plenamente la vida» (AE, 344-345). No obstante, conviene subrayar que el vitalismo por el que aboga Deleuze dista mucho de agotarse en la idea comúnmente aceptada según la cual el vitalista es quien ama la vida. Pues «amar la vida» es una noción demasiado ambigua, cuando no abstracta: a simple vista todos los hombres parecen amar la vida, ya que se aferran a ella. 

Para comprender el significado del vitalismo deleuziano, resulta de interés tomar prestada una idea de Nietzsche: el vitalista es aquel que ama la vida no porque está acostumbrado a vivir, sino porque está acostumbrado a amar. Estar acostumbrado a vivir significa que la vida es algo ya conocido, algo cuyos momentos, gestos y desarrollos han, por su repetición bruta y mecánica, dejado de sorprender —en suma, amar la vida porque se está acostumbrado a vivir no es sino un querer lo ya vivido. Por el contrario, el vitalista (en sentido nietzscheano y deleuziano) es quien ama la vida porque está acostumbrado a amar. 

Detrás de esa aparente redundancia despunta, pues, la idea de que el vitalista es quien no ha domesticado la vida con sus hábitos (de sentir, de percibir y de pensar), porque sabe que la vida, por su carácter móvil y cambiante, consiste en algo más fuerte que uno mismo. El que la vida sea algo más fuerte que uno mismo, algo que nazca más acá de nosotros y nos empuje más allá de nosotros, no quiere decir, sin embargo, que apunte a un valor trascendente, independiente de la experiencia y de las formas concretas en las que se inventa —y, entre ellas, las de pensar, por cuanto le es imposible al hombre vivir sin pensar. 

Lo que aparece es, siguiendo una vez más a Nietzsche, una «unidad compleja del pensamiento y de la vida»; esto es: un movimiento de vaivén o de co-implicación a raíz del que «los modos de vida inspiran maneras de pensar, [y] los modos de pensamiento crean maneras de vivir» (N, 211). Razón de por qué el pensamiento no es nunca para Deleuze una cuestión puramente teórica, siempre trata de «problemas vitales». 

Y si entrecomillamos la palabra «problema» es porque, en nuestra opinión, esa noción posee una importancia capital dentro del sistema deleuziano, y especialmente, en lo que atañe a su carácter vitalista. Deleuze rehúsa entender la vida —o el «deseo», que es otro nombre de la vida— en términos negativos, y asignarle correlativamente un valor de falta o de carencia. La vida se perfila de ahora en adelante como una instancia que rebasa ese marco que suele definirse mediante la categoría tradicional de la necesidad (orgánica); marco de «lo viviente» fuera del que la vida no puede existir, pero en el que no por ello se agota sin más. De Platón a Freud pasando por Hegel, la tradición filosófica nos ha acostumbrado, adosada como estaba en una «lógica idealista de la adquisición»4 , a enfocar la vida bajo el punto de vista de la necesidad, pero de una necesidad llevada a su más extremo límite: pues tradicionalmente «la necesidad es definida por la carencia relativa y determinada de su propio objeto, mientras que el deseo aparece como lo que […] se produce a sí mismo separándose del objeto, pero también redoblando la carencia, llevándola al absoluto, convirtiéndola en una “incurable insuficiencia de ser”, una “carencia-de-ser que es la vida”. De donde, la presentación del deseo como apoyado sobre las necesidades» (AE, 33). Frente a esa concepción nihilista o idealista, Deleuze se propone, pues, en un gesto radicalmente materialista, restituir a la vida la positividad —y, asimismo, la «productividad»— que le corresponde. 

La vida habrá de ser definida como la instancia capaz por antonomasia «de superar unos obstáculos, de plantear y de resolver un problema» (B, 13), o sea, como «una fuerza de búsqueda, cuestionante y “problematizante”, que se desarrolla en otro campo que el de la necesidad y el de la satisfacción» (DR, 168)5 . Retomando asimismo el esquema nietzscheano de una relación de «implicación» (o de «inclusión») recíproca entre la vida y el pensamiento, podemos afirmar que, para Deleuze, la vida, situada como está más acá del pensamiento, plantea en diversos ámbitos o «medios» (personal, conyugal, social, cultural, político, económico, etc.) una serie de problemas que el pensamiento está llamado a solventar, pero de tal manera que se vea obligado a ir más allá de sí mismo. Pues, para «crear nuevas posibilidades de vida» es preciso romper con la conciencia dóxica y los correspondientes «clichés» que ésa vehiculiza —y, en suma, «pensar de otro modo» (como diría Foucault). 

(...)


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