"La vida, dijo (Pitágoras), se parece a una asamblea de gente en los Juegos; así como unos acuden a ellos para competir, otros para comerciar y los mejores (vienen) en calidad de espectadores, de la misma manera, en la vida, los esclavos andan a la caza de reputación y ganancia, los filósofos, en cambio, de la verdad." Diógenes Laercio, Vidas de filósofos ilustres, VIII
lunes, 13 de marzo de 2017
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La edad de la Ilustración
La edad de la Ilustración corresponde al siglo XVIII. El espíritu de la Ilustración era la idea de progreso. Esta filosofía viene de la revolución científica e intelectual del siglo XVII. La Ilustración transmitió y popularizó las ideas de Bacon y Descartes, de Bayle y Spinoza, y, sobre todo, de Locke y Newton. Transmitió la filosofía de la ley natural y del derecho natural. Nunca hubo una época tan escéptica respecto a la tradición y tan confiada en los poderes de la razón humana y de la ciencia. Por todas partes se experimentaba el sentimiento de que los europeos habían salido, al fin, de un largo crepúsculo. Se consideraba el pasado como un tiempo de barbarie y de oscuridad.
Los hombres Modernos vs hombres Antiguos.
En el siglo XVII hubo una disputa entre los hombres de letras de Inglaterra y Francia que se le conocía como la querella de Antiguos y Modernos. Los Antiguos sostenían que las obras de los griegos y de los romanos nunca habían sido superadas. Los Modernos, atendiendo a la ciencia, al arte, a la literatura y a la invención, declaraban que su propia época era la mejor, que era natural que los hombres de su tiempo fuesen mejores que los antiguos, porque venían después y contaban con las realizaciones de sus predecesores. La querella nunca se resolvió. Los europeos siempre se habían sentido mejores que los antiguos, por ser cristianos, mientras los antiguos eran paganos.
Por ésta época, era muy amplia la fe que tenían en la razón. No era probable que la gente instruida, después del 1700, fuese supersticiosa, o sintiese terror ante lo desconocido, o permaneciese adicta a la magia. Los hombres modernos no sólo dejaron de temer al diablo, sino también dejaron de temer a Dios. El símbolo que se les ocurrió a los hombres modernos fue el del Relojero frente al Dios creador. Todo esto favoreció el espíritu del secularismo en Europa. Las iglesias y los eclesiásticos perdieron autoridad y prestigio. La economía y la política, los negocios y el estado, ya no se encontraban supeditados a fines religiosos.
Los filósofos.
A través de los llamados “filósofos” se extendieron las ideas de la Ilustración. Anteriormente, los autores habían sido, por lo general, caballeros ociosos, o protegés de patronos aristocráticos, o profesores o clérigos mantenidos a renta. En la edad de la Ilustración, muchos eran independientes, escritores o periodistas con un espíritu crítico e inquisitivo que escribían para el público.
El público lector se había ampliado considerablemente. La clase media instruida, comercial y profesional, era mucho mayor de lo que nunca había sido. Los periódicos y las revistas se multiplicaban, y la gente que no podía leerlos en casa iba a leerlos a los cafés o en salas de lectura organizadas para ese fin. Surgió también una gran demanda de diccionarios, de enciclopedias y de compendios sobre todos los campos del conocimiento. Es por ello que el estilo literario del siglo XVII se hiciera fluido, claro y preciso.
Otro aspecto que influyó de manera diferente en los diversos estados fue la censura. La teoría de la censura consistía en proteger al pueblo contra las ideas perniciosas. En Inglaterra la censura fue tan suave que tuvo poco efecto. En cambio, en España hubo una censura muy fuerte y pocos escritores originales. En Francia, la censura fue muy compleja, pero un gran número de público lector y autor. La censura, en líneas generales, tuvo un efecto pernicioso para las letras y el pensamiento francés. Al estar legalmente prohibido criticar a la iglesia o al estado, dirigían sus críticas hacia un plano abstracto. Por ejemplo, hablaban de las costumbres de los persas y de los iroqueses, pero no de las costumbres francesas. Sus obras se llenaron de dobles significados, de pullas disimuladas, de indirectas y de burlas. En cuanto a los lectores, desarrollaron un gusto por los libros prohibidos.
En París, que fue el corazón del movimiento, se publicó la más importante de todas las empresas filosóficas, la Encyclopédie, editada por Denis Diderot en diecisiete grandes volúmenes entre los años 1751 y 1772. Era un gran compendio del conocimiento científico, técnico e histórico, que traslucía una profunda actitud crítica respecto a la sociedad y a las instituciones existentes, y que sintetizaba el espíritu escéptico, racional y científico de la época. Colaboraron todos los filósofos franceses: Voltaire, Montesquieu, Rousseau, D´Alembert, Buffon, Turgot, Quesnay y muchos otros.
Otro grupo de pensadores era el de los Fisiócratas, a quienes sus críticos llamaban “economistas”, palabra inicialmente aplicada con una ligera intención insultante. Los fisiócratas se interesaban por la reforma fiscal e impositiva, y por las medidas para incrementar la riqueza nacional de Francia. Fueron los primeros en utilizar la expresión laissez faire (dejad hacer), pues creían que la riqueza aumentaría si hubiera una mayor libertad para la inversión y para el comercio y la circulación de mercancías, aunque insistían en la autoridad planificadora de un gobierno ilustrador.
Montesquieu, Voltaire y Rousseau.
Los más famosos de todos los philosophes fueron los tres franceses, Montesquieu, Voltaire y Rousseau. Aunque los tres eran profundamente distintos entre sí, los tres pensaban que el estado de la sociedad existente podía ser mejorado.
Montesquieu fue un aristócrata terrateniente. Su gran doctrina se dirigía contra el absolutismo real en Francia (al que él llamaba despotismo), era la separación y el equilibrio de poderes. Defendía que el poder en Francia debería estar dividido entre el rey y muchos cuerpos intermedios. Esta doctrina tuvo mucha influencia en América en 1787 al redactarse la Constitución.
Voltaire que procedía de una acomodada familia burguesa, no fue hasta los cuarenta años cuando se dedicó intensamente a las cuestiones filosóficas y públicas. Su fuerza radica en la facilidad de su escritura. Es el más fácil de leer de todos los grandes escritores. Era siempre cortante, lógico, incisivo, burlón y sarcástico. Voltaire estaba interesado especialmente por la libertad de pensamiento. Fue un gran admirador de Inglaterra (la filosofía inductiva de Bacon, la física de Newton y la psicología sensorialista de Locke). Lo que más admiraba de Inglaterra fue la libertad religiosa y de imprenta. Voltaire atacaba no sólo a la Iglesia Católica, sino toda la visión tradicional cristiana del mundo. Defendía la religión natural y la moralidad natural.
Rousseau fue muy distinto a los dos anteriores. Fue protestante y de origen de clase baja. Era suizo y nunca se sintió cómodo en Francia ni en la sociedad de París. Fue abandonado siendo un niño y fugitivo a los dieciseis años. Realizó multitud de trabajos y no fue hasta los cuarenta años cuando tuvo éxito como escritor. Fue el hombre sin importancia , el marginado. Vivió con una muchacha ineducada, Thèrése, con la que tuvo cinco hijos y abandonó en un orfelinato. No tuvo posición social, ni dinero, ni sentido del dinero. Fue un inadaptado. Pensaba que los demás se burlaban de él o le traicionaban. Posiblemente fue un paranoico.
Rousseau, a pesar de su desequilibrio, fue el escritor más profundo de la época y el que más influyó. Pensaba que la sociedad era artificial, corrompida. Atacó también a la razón, calificándola de falsa guía cuando se sigue sólo a ella. En su discurso “El origen de la desigualdad entre los hombres ” (1753), sostenía que la civilización era la fuente de muchos males, y que la vida en un estado de naturaleza, si fuese posible, sería mucho mejor. Se convirtió en el “hombre del sentimiento”, en el “hijo de la naturaleza”, en el precursor del romanticismo cuyo momento se acercaba. Marginado e inadaptado como era, anhelaba una comunidad de la que toda persona pudiera sentirse parte integrante. Deseaba un estado en el que todos los hombres tuvieran un sentimiento de pertenencia y de participación. Por estas ideas, Rousseau se convirtió en el profeta de la democracia y del nacionalismo.
El pensamiento de la ilustración.
La fuente de la Ilustración estaba en Francia. Los Philosophes franceses viajaban por toda Europa. Federico II y Catalina II invitaban a sus cortes a los pensadores franceses. Era evidente que había una cultura uniforme, cosmopolita, entre las clases altas de casi toda Europa, y esta cultura era predominántemente francesa.
Se creía que el más importante instrumento de progreso era el estado. Ya fuese bajo la forma de monarquía limitada según el modelo inglés defendido por Montesquieu, o del despotismo ilustrado preferido por Voltaire, o de la comunidad republicana ideal pintada por Rousseau, se consideraba que la mejor garantía de bienestar social era la sociedad rectamente ordenada. Era el estado ilustrado al que el pueblo miraba ahora en busca de salvación, y toda esperanza de progreso se basaba en la reforma política, en la educación y en la creación de un ambiente ilustrado.
Aunque entendían la reforma dentro del marco del estado, los pensadores de la época no eran nacionalistas, sino “universalistas”. Creían en la unidad de la humanidad y sostenían que todos los hombres vivían bajo la misma ley natural del derecho y de la razón. Suponían que todos los hombres participarían igualmente en el mismo progreso, que, a largo plazo, todos los hombres estarían de acuerdo, y que el resultado de la historia sería una civilización uniforme, en la que todos los pueblos y razas participarían en igual medida.
Todo el pensamiento de la época se proponía hacer a los hombres libres. Todo el pensamiento de la Ilustración, de un modo u otro, estaba relacionado con el problema de la libertad.
El despotismo ilustrado.
El despotismo ilustrado surgió del absolutismo representado por Luis XIV o por Pedro el Grande. Los despotas hablaban poco de un derecho divino a su trono. Incluso justificaban su autoridad sobre la base de su utilidad a la sociedad, denominándose, como hacía Federico el Grande, “El primer servidor del estado”.
El despotismo ilustrado era secular; no se proclamaba depositario de ningún mandato del cielo y no reconocía ninguna responsabilidad especial ante Dios o ante la iglesia. El déspota ilustrado típico defendía la tolerancia religiosa. Fueron defensores de la autoridad de una iglesia universal. Los jesuitas no fueron gratos para estos monarcas, y en los años sesenta fueron expulsados de casi todos los países católicos. En 1773 se persuadió al Papa de que disolviese totalmente la Compañía de Jesús. Los diversos gobiernos interesados de Francia, de Austria, de España, de Portugal y de Nápoles confiscaron las propiedades jesuitas y se adueñaron de las escuelas de la Compañía. Esta no se reconstituyó hasta 1814.
El despotismo ilustrado fue también racional y reformista. El déspota típico se proponía reconstruir su estado mediante el empleo de la razón.
En Francia fue donde el despotismo ilustrado tuvo menos éxito. Todas las dificultades prácticas de la monarquía francesa se encontraban en su sistema tributario. Su impuesto más importante, la taille, una especie de contribución sobre la tierra, no era pagada, en general, más que por los campesinos. Los nobles, funcionarios públicos y los burgueses estaban exentos de ella. Además, la iglesia, que poseía entre el cinco y el diez por ciento de la tierra del país, insistía en que sus propiedades no podían ser gravadas con impuestos del estado. Luis XIV que trató de gravar a todos, Francia sucumbió bajo el desalentador principio de que el pago de impuestos directos era el signo indudable de una posición inferior. Por tanto, los nobles, los eclesiásticos y los burgueses se resistieron a pagar los impuestos.
En Austria, las reformas fueron llevadas por María Teresa y su hijo José. Mª Teresa, por motivos humanitarios, lanzó un ataque sistemático contra las instituciones de la servidumbre, lo que significaba también un ataque contra la aristocracia terrateniente del imperio. Su hijo, José II, fue un hombre serio, formal y bueno, que sentía la miseria y la desesperación de las clases más bajas. “El estado”, decía José, significaba “el mayor bien para el mayor número”. Y él actuaba en consecuencia. María Teresa había regulado la servidumbre, José la abolió. Su madre había recaudado impuestos entre los nobles y entre los campesinos, pero no equitativamente. José decretó equidad en la tributación. José concedió una total libertad de imprenta. Ordenó la tolerancia de todas las religiones. En cambio, suprimió muchos monasterios, utilizando las propiedades de éstos para financiar hospitales seculares en Viena, asentando así las bases de la excelencia de esta ciudad como centro de la medicina. Para imponer su programa, José tuvo que centralizar su estado. Lo que era justo debía ser justo en todas partes. Su ideal era un imperio perfectamente uniforme y racional.
José II, el “emperador revolucionario”, anticipó mucho de lo que en Francia fue hecho por la Revolución y bajo Napoleón. No podía soportar el “feudalismo” o el “medievalismo”; personalmente, detestaba la nobleza y la iglesia. Pero pocas de sus reformas fueron durareras. Murió prematuramente en 1790, a la edad de cuarenta y nueve años, desilusionado y lleno de amargura. José fue un revolucionario sin partido. Fracasó porque no podía estar en todas partes y hacerlo todo él mismo. Puso de manifiesto que una reforma drástica y brusca sólo podía introducirse con una verdadera revolución.
Federico el Grande, en Prusia, que reinó veintitrés años después del final de la Guerra de los Siete Años, pasó el tiempo apaciblemente, escribiendo memorias e historias, y reestableció su destrozado país, promoviendo la agricultura y la industria. La fama de Federico como uno de los más eminentes de los déspotas ilustrados se debe no tanto a sus innovaciones prácticas como a sus dotes intelectuales y a la pública admiración que le profesaban escritores amigos, como Voltaire. “Mi principal ocupación -escribía a Voltaire- es la de luchar contra la ignorancia y los prejuicios de este país… Tengo que ilustrar a mi pueblo, cultivar sus costumbres y su moral, y hacer a mis gentes tan felices como puedan serlo los seres humanos, o tan felices como lo permitan los medios de que dispongo”.
En Rusia tenemos que destacar el papel de Catalina la Grande. Ella era alemana que había ido a Rusia, a la edad de quince años, para casarse. Inmediatamente se ganó la simpatía de los rusos, aprendió el idioma y abrazó la religión ortodoxa. Ya en los primeros momentos de su vida de casada, disgustada con su marido, pensó en la posibilidad de proclamarse emperatriz ella misma. Sana y efusiva, tuvo una larga sucesión de amantes, a los que mezclaba arbitrariamente en la política y los utilizaba en funciones de estado. Cuando murió, a la edad de sesenta y siete años, de un ataque de apoplejía, estaba viviendo con su último amante. Sus facultades intelectuales eran tan notables como su vigor físico; incluso siendo emperatriz se levantaba muchas veces a las cinco de la mañana, encendía su propio fuego y se entregaba a sus libros, haciendo un resumen. Mantenía correspondencia con Voltaire, e invitó a Diderot a visitarla en San Petersburgo. Compró la biblioteca de Diderot, permitiéndole conservarla durante toda su vida, y en otros aspectos obtuvo gran renombre por sus favores a los philosophes.
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sábado, 11 de marzo de 2017
LA NOCIÓN DE ETHOS: HISTORIA Y OPERATIVIDAD ANALÍTICA
LA NOCIÓN DE ETHOS: HISTORIA Y OPERATIVIDAD ANALÍTICA
Nicolás Bermúdez
(Instituto de Lingüística, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires)
Resumen: Este artículo tiene tres objetivos. En primer lugar, quiere hacer una breve historia de la noción de ethos, desde la retórica antigua hasta los actuales estudios del discurso. En segundo lugar, intenta demostrar la operatividad como categoría de análisis de esta noción, ethos, en tipos textuales distintos a los que se aplica corrientemente. El tercer objetivo es, a partir de los dos anteriores, reflexionar acerca del desarrollo actual de la lingüística del discurso.
Palabras claves: ethos – representación social – retórica – lingüística del discurso - pragmática
Abstract: This article has three aims. The first one is to do a brief history about the notion of ethos, from ancient rhetoric to the current discourse studies. The second tries to prove that ethos is an analysis category suitable for to analyze types of texts different from those that generally it is used for. The third is to think about the current development of the discourse linguistic
Keywords: ethos – social representation – rhetoric – discourse linguistic - pragmatic
Introducción
Junto con otras, la noción de ethos experimenta, desde hace un par de décadas atrás, una reaparición en algunas zonas del mapa dibujado por las ciencias del lenguaje. Dos causas de este fenómeno merecen destacarse: a) un “retorno” de la retórica que parece conducir a una verdadera retorización de la lingüística (Rastier, 1994); b) la creciente importancia social de los medios audiovisuales y la publicidad, lo que activó como nunca la cuestión de la imagen pública de sí, del look (Maingueneau, 2002). El objetivo de este trabajo es referirnos sintéticamente al recorrido histórico y epistemológico que tuvo la noción, para verificar luego su operatividad analítica en textos correspondientes a tipos discursivos distintos a los que habitualmente se aplica (i.e.: medios, publicidad, propaganda, etc.).
Antes de presentar el análisis de un corpus conformado por ponencias publicadas en actas, mencionaremos cómo la noción de ethos fue considerada en distintas épocas y por diferentes disciplinas. Su definición, su extensión descriptiva y el papel que en ella juegan las representaciones sociales serán algunos de los temas sobre los que insistiremos durante la exposición. En un segundo plano de este trabajo aparecen cuestiones ligadas a la historia epistemológica de las ciencias del lenguaje y su relación con la retórica clásica.
1. El ethos en la retórica antigua: desde Aristóteles a los latinos
Cuando se propone definir la retórica, Aristóteles comienza organizando la compleja estructura de la inventio (“encontrar qué decir, buscar los argumentos”)[i]. Las pruebas, distingue, pueden ser (intra)técnicas o extratécnicas. Estas últimas son previas y ajenas a la preparación del orador, pero este puede usarlas (i.e.: testigos, documentos, etc.); las técnicas, en cambio, son producto del método y la industria del orador, quien debe encontrarlas. A esta clasificación le sucede otra: Aristóteles agrupa las pruebas obtenidas por medio del discurso en tres tipos, cada uno correspondiente a distintos polos (orador/ethos, auditorio/pathos y discurso/logos) de la actividad pragmática:
(…) las primeras están en el carácter moral del orador; las segundas en disponer de alguna manera al oyente, y las últimas se refieren al discurso mismo, a saber, que demuestre, o parezca que demuestra (El arte de la retórica, L1, 1356 a)[ii].
Las retomas de esta tripartición en el marco de una nueva producción teórica respetaron casi siempre la solidaridad de los polos del dispositivo, pero tendieron a privilegiar uno de ellos, y esto no ya en la contingencia de un género, de un discurso o de los momentos de un mismo discurso, sino ante todo en la dimensión descriptiva, y prescriptiva, implicadas en la construcción de un nuevo aparato teórico[iii]. Sin embargo, no se puede pasar por alto que el mismo Aristóteles parece concederle preeminencia al ethos:
Pues no ocurre como dicen algunos preceptores de elocuencia, los cuales en el arte de la Retórica presentan la probidad del orador como que de nada sirve en orden a la persuasión, sino que el carácter moral, por así decirlo, posee casi la mayor fuerza probatoria (ibid.).
Tampoco, por otra parte, ha sido unívoca la traducción de ethos. “Diá tou éthous” hace referencia, para la versión española de la Retórica con la que trabajamos, al “carácter moral” del orador; una consulta rápida de otras traducciones permite observar la preferencia por “carácter” sin más o “costumbres”. Otro tanto ocurrió con “epieíkeia”, atributo que Aristóteles le asigna a las personas que generan credibilidad y que se transformó en “honestidad”, “decoro”, “bondad”. Esta inestabilidad es clara manifestación de los dos sentidos, neutro uno y moral el otro, que históricamente se le han adjudicado a la noción. Eggs (1999), por ejemplo, afirma que es el mismo texto aristotélico el que oscila entre una acepción y otra:
Nos encontramos, pues, en la Retórica de Aristóteles frente a dos campos semánticos opuestos ligados al término ethos: uno, de sentido moral y basado sobre la epieíkeia, engloba actitudes y virtudes como honestidad, decoro o equidad; el otro, de sentido neutro u “objetivo” de héxis, reúne términos como hábitos, costumbres o carácter (ibid.: 31-32)[iv].
Pero aquí no acaban las divergencias. Al explicar las distintas clases de pruebas, Aristóteles dice:
Se persuade por medio del carácter moral cuando se pronuncia el discurso de tal manera que haga al orador digno de ser creído, porque a las personas buenas les creemos más y con mayor rapidez, en general, en todos los asuntos, pero principalmente en aquello en que no hay evidencia, sino una opinión dudosa. Pero conviene también que esto suceda por medio del discurso y no porque la opinión haya anticipado este juicio respecto del orador” (LI, 2, 1356 a).
Además de distinguir claramente entre un ethos discursivo (“por medio del discurso”) y una imagen prediscursiva (“la opinión haya anticipado este juicio respecto del orador”), la observación final de esta explicación deja en claro que para Aristóteles el ethos no debe respaldarse en los datos previos, sino que se trata de una construcción discursiva (“conviene también que esto suceda por medio del discurso”). Entendemos que esto no implica que la instancia de reconocimiento deba desatender la identidad del orador, lo que se sabe de su modo de vida, su posición social, su función, su pertenencia institucional, la reputación de su familia, su edad, etc., sino simplemente que este haz de datos no deben asegurar ni arruinar la adhesión por adelantado; en todo caso, estas configuraciones van a funcionar como una serie de posiciones que el discurso se encargará de compensar, corregir o confirmar. Del mismo Aristóteles parte, pues, una problemática que será asediada a través de múltiples dispositivos conceptuales por parte de las ciencias del lenguaje: la del vínculo entre lo discursivo y lo prediscursivo.
Vir boni dicendi peritus: así define Cicerón al orador perfecto. Hay aquí una transitividad ineludible entre vida y habla pública, resultado de la preocupación de los retóricos latinos por controlar el uso de las destrezas oratorias, subordinándolas a la virtud y a la reputación en general y a su compromiso como ciudadano romano en particular. De este modo, tanto Cicerón como Quintiliano, quien afirmaba que “un hombre de bien es el único que puede hablar bien” (en Amossy, 2000: 63), considerarán, al revés que los griegos, el nombre del orador, su imagen pública, como un argumento prediscursivo con mayor peso que los que provienen del mismo discurso[v]. Esta disociación entre el comportamiento real del individuo y su conducta discursiva, dislocación –al fin y al cabo– entre ser y parecer va a inquietar a los maestros de retórica de la Edad Media y a colaborar con el debilitamiento de esta disciplina. Más allá de la naturaleza y preeminencia de los datos, discursivos o prediscursivos, que la retórica antigua haya considerado para la configuración del ethos, esta escisión que nace con el mismo término fue recurrentemente actualizada y teorizada por los estudios de las diversas corrientes del análisis del discurso, la retórica y la pragmática.
Aristóteles precisa, asimismo, cuales son las causas que informan a la credibilidad del orador, es decir, el elenco de atributos que suelen inspirar confianza en el auditorio y que el locutor debería tener en cuenta en la construcción discursiva de su ethos. Dice al comienzo del libro segundo:
Tres son las causas de que los oradores sean dignos de fe, pues otros tantos son, fueras de las demostraciones, los motivos por los cuales creemos, a saber, la prudencia, la virtud y la benevolencia. Porque los oradores engañan en lo que dicen o aconsejan, bien por falta de todas estas cosas, bien por falta de alguna de ellas; pues, o no opinan correctamente por su imprudencia, o aunque opinen con exactitud, no dicen por maldad los que les parece; o son ciertamente prudentes y honestos, pero no son benévolos; por lo cual ocurre que no aconsejan lo mejor aunque lo conozcan. Fuera de estos motivos no existen otros (LII, I, 1378 a).
Aquí también la interpretación ha variado sensiblemente. “Prudencia”, “virtud” y “benevolencia” son los términos que, en general, han sido elegidos por los traductores (i.e.: el de la versión española que trabajamos, Dufour para la suya francesa[vi]) para phrónesis, areté y eúnoia respectivamente. Así consideradas, las cualidades que sostienen el ethos no sólo son de orden moral, sino también intelectual. No obstante, algunos investigadores prefieren tomarse ciertas libertades en este punto, afín de adecuar esas nociones a su marco teórico y otorgarles mayor operatividad analítica. Maingueneau (1993: 138), por ejemplo, opta por “parecer prudente” (para phrónesis), “presentarse como un hombre simple y sincero” (para areté) y “dar una imagen agradable de sí mismo” (para eúnoia). Por considerar que excluye del ethos toda dimensión afectiva y cognitiva, Eggs critica esta reformulación de Maingueneau y propone otra más atenta a la construcción de los argumentos y a la incidencia sobre el alocutario; la credibilidad del locutor descansaría entonces en que “sus argumentos sean competentes y razonables” (la competencia cognitiva aparece en lugar de la prudencia), “argumenten honesta y sinceramente” y “sean solidarios y amables con el auditorio”, distribuyendo de este modo en los tres elementos de la tríada (logos, ethos, pathos) los pilares de la credibilidad, es decir, el pasaje citado de Aristóteles no se referiría exclusivamente al ethos. Ahora bien, si en el caso de Mainguenau sólo persisten los ecos de la dimensión moral que este juego de nociones tenía en Aristóteles, en Eggs esta dimensión se conserva anudada a una estratégica, desplazando a la moralidad del terreno de la simple manifestación de ciertas cualidades interiores o de su necesaria adecuación a un sistema de valores abstractos, haciéndola ingresar así en el orden práctico de las elecciones deliberadas tomadas en el proceso discursivo por un locutor competente con vistas a conseguir la adhesión de un alocutario específico.
En suma, las lecturas que la lingüística del discurso ha producido sobre este término gestado dentro de la retórica discuten primariamente sobre la extensión los límites descriptivos del ethos: ¿noción especificada por marcas morales, cognitiva y/o afectivas o noción neutra, ceñida al flujo de lo discursivo o a lo que está más allá y antes que él?
2. La retórica restringida: el ethos y la cuestión de los efectos
Restringida (Genette, 1982): con este nombre se conoció a una derivación de la retórica clásica, a una retórica que, a partir del siglo V, apareció a un tiempo moribunda y victoriosa. Moribunda, porque cae en un deslustre intelectual frente a los otros elementos del trivium (gramática y lógica): ante el desarrollo de la evidencia como nuevo valor, el lenguaje –al menos hasta finales del siglo XIX con el advenimiento de las reflexiones nitszcheanas sobre la cuestión– queda acotado a una dimensión meramente instrumental y la retórica se reduce a una disciplina de las figuras del estilo, un adorno al cual se vigila en nombre de “lo natural”[vii]. Victoriosa, sin embargo, en la enseñanza, donde, codificando el “escribir bien”, se la confinó al disciplinamiento escolar del lenguaje. Es esta la época del triunfo de la elocutio y de la cristianización de la retórica[viii]. Si bien ramificada, esta tradición taxonómica se ha mantenido hasta la actualidad. Algunos de sus hitos contemporáneos han apelado al término ethos, aunque resignificándolo y reposicionándolo, lo que no podía ser de otra manera ya que los problemas que atañen a la inventio quedan relegados.
Sólo como muestra, cabe mencionar dentro de esta corriente dos textos clásicos de Lausberg: el Manual (de 1960) y Elementos de retórica literaria (1963), y la Retórica general del Grupo μ, publicada en 1970. Aún sabiendo que se inscriben en enfoques bien diferentes, filológico y lingüístico, agrupamos estas obras porque, en el despliegue de su exasperante trabajo analítico, ubican al ethos en la misma instancia de la circulación discursiva, la de los efectos suscitados en el auditorio, y con una extensión descriptiva equivalente. Para Lausberg (1993: 50), el ethos es un delectare, un consenso de grado afectivo débil, pero duradero como un carácter, que las pruebas afectivas suaves provocan en el auditorio; la diferencia con el pathos (influjo afectivo fuerte, un movere) es aquí de escala: uno y otro son medios afectivos para producir consenso. El Grupo μ, por su parte, sencillamente borra las diferencias entre el ethos y pathos aristotélicos. Define aquel como “un estado afectivo suscitado en el receptor por un mensaje particular cuya cualidad específica varía en función de cierto número de parámetros” (1987: 234). Visto desde la retórica antigua hay aquí, entonces, un doble desplazamiento: de la inventio a la elocutio; del polo del orador al del auditorio.
3. Un nuevo paisaje epistemológico: retorno de la antigua retórica y su encuentro con una lingüística del discurso
La teoría de la argumentación de Perelman tal como la presenta en el Tratado significa tanto una vuelta a la retórica antigua, principalmente a aquello que la restringida había lateralizado, la inventio, como su expansión: otras categorías (i.e.: lo verosímil, lo razonable), otros métodos (i.e.: argumentativo, deliberativo) y otros géneros (i.e.: publicidad, propaganda) ingresan en las reflexiones de esta corriente. La argumentación es estudiada en la obra de Perelman como el conjunto de “técnicas discursivas que permiten provocar o aumentar la adhesión de las personas a las tesis presentadas para su consentimiento” (1989: 34); este auditorio, –cuestión medular en esta teoría– es una construcción del orador (ibid.: § 4) que, como también lo enseñaba la retórica antigua, debe adaptarse a él (§ 5).
Se puede reconocer en esta zona del trabajo de Perelman, así como en “La consideración de la persona y sus actos” (§ 68) y “El discurso como acto del orador” (§ 72), el examen de problemáticas nada ajenas a las que veníamos observando en relación con la categoría del ethos. Como regla general, y dado que –repetimos– se parte en esta teoría de que todo discurso está orientado hacia un auditorio, Perelman establece en la producción discursiva la primacía de la representación que el orador tiene del público, la construcción que hace de él, al tiempo que subraya el peso que, para el éxito de la actividad argumentativa, tiene la adecuación de esa representación con la realidad:
En la argumentación, lo importante no está en saber lo que el mismo orador considera verdadero o convincente, sino cuál es la opinión de aquellos a quienes va dirigida la argumentación (ibid.: 63).
Ahora bien, Perelman complementa estas reflexiones reconociendo la trascendencia de la imagen que el orador ofrece de sí mismo. Como sucede con los argumentos, la construcción de esta figura se sostiene sobre un conjunto de representaciones colectivas comunes indispensables para el intercambio; el orador modela su imagen en función de una serie de valores y creencias positivas que le adjudica a su auditorio. Dicho en términos del análisis del discurso: la composición del ethos por parte del locutor depende de la imagen que este tenga de sus alocutarios, con más precisión aún, de lo que considere que para aquellos es un locutor fiable y capaz. Personas reales –claro está– ocupan los polos de la interacción; es, sin embargo, evidente que para este intercambio, según Perelman, resulta indispensable la mediación de esta correlación de imágenes.
No obstante, este juego especular de representaciones no agota la complejidad del fenómeno en cuestión. El problema que Perelman reconoce inmediatamente es, como sucede con otros datos del marco enunciativo, la multiplicidad y heterogeneidad de los auditorios y de los géneros discursivos a los que debe acomodarse el orador[ix]:
En esta materia, sólo existe una regla: la adaptación del discurso al auditorio, cualquiera que sea; pues, el fondo y la forma de ciertos argumentos, que son apropiados para ciertas circunstancias, pueden parecer ridículos en otras.
No se debe mostrar de igual forma la realidad de los mismos acontecimientos descritos en una obra que se considera científica o en una novela histórica (ibid.: 63).
La cuestión de los datos previos al discurso –datos que pertenecen en parte al orden de la interacción pública– tampoco es relegada por Perelman cuando atiende al tema de la articulación de las técnicas argumentativas. Al describirlas y explicarlas, afirma que la imagen que emana del orador, su figura pública, funciona como el elemento contextual privilegiado para determinar la adjudicación de sentido a su discurso por parte del auditorio y, por tanto, para dotarlo de fuerza persuasiva. La importancia de la solidaridad entre el orador y su discurso es tal que, para Perelman, es el rasgo que termina por definir el territorio de lo argumentativo frente a lo demostrativo: poco importa la imagen del locutor cuando se trata de deducciones formales instrumentadas a través de un lenguaje unívoco, se vuelve, en cambio, primordial cuando el uso retórico vuelve ambiguo al discurso y el contexto[x]y los fines se vuelven importantes. Ahora bien, el mismo Perelman reconoce, al hablar de una “interacción entre orador y discurso”, que la construcción discursiva de la persona del orador, es decir, del ethos, es un asunto que atañe tanto a factores discursivos como sociales. Al servir como contexto, la figura pública del orador condiciona la eficacia persuasiva de la palabra: “El orador, en efecto, ha de inspirar confianza: sin ella, el discurso no merece crédito” (ibid.: 489). Además de considerar así la existencia de un ethos prediscursivo, Perelman no ignora que el fenómeno del ethos posee una dimensión procedural y que, atado a representaciones colectivas positivamente valoradas o a una doxa común[xi], se reelabora en el despliegue de los enunciados:
Si la persona del orador proporciona un contexto al discurso, este último, por otra parte, determina la opinión que se tendrá de ella (…) A causa de la interacción constante entre el juicio que se emite sobre el orador y el que alude al discurso, quien argumenta expone continuamente un poco de su prestigio, el cual aumenta o disminuye según los efectos de la argumentación (ibid.: 490-491).
Es decir: la teoría de Perelman se construye, como lo hace una lingüística preocupada por el discurso, dentro del marco de la interacción discursiva. La conciencia de esta confluencia de paradigmas por parte de las ciencias del lenguaje ha tornado más complejo su espacio epistemológico, puesto que le abrió las puertas a varias de sus disciplinas para que retomaran y actualizaran nociones de la antigua y nueva retórica. Aún hoy, representantes de estas disciplinas se interrogan sobre el sentido y la productividad de estas tensiones:
¿Cómo se sitúan las ciencias del lenguaje en relación con un paradigma retórico sometido él mismo a una evolución compleja? ¿Estamos frente a un regresivo retorno a la retórica o a un retorno de la retórica que designaría un conjunto de cuestiones no resueltas por las ciencias del lenguaje? (Adam, 2002: 25).
A pesar de la omisión de la lingüística en los trabajos de quien se consideraba ante todo un filósofo y un lógico, cabe sostener que la retórica perelmaniana anuncia las grandes orientaciones contemporáneas tomadas por las ciencias del lenguaje. Una reformulación del enfoque ejemplificado por el Tratado de la argumentación permite así mostrar en qué punto sus posiciones son próximas a los progresos de la lingüística del discurso en sus vertientes enunciativas y pragmáticas (...) la (nueva) retórica puede ser plenamente integrada a las ciencias del lenguaje. Entiendo que es posible, sin traicionar su vocación primera, redefinir la retórica perelmaniana como una de las ramas de la lingüística del discurso, a condición, por supuesto, de dotarla de las herramientas y los procedimientos necesarios para el estudio concreto de la palabra argumentativa (Amossy, 2002: 153-154).
El comentario de Amossy permite enfocar algunos de los puntos de convergencia entre lingüística del discurso y nueva retórica. Ambas plantean –como señalamos– un mismo marco de interacción, le asignan una importancia equivalente al saber común y a los presupuestos que autorizan dicha interacción y consideran constitutivo el papel del alocutario en la producción discursiva. La confluencia es clara sobre todo en este último eje; el Tratado de la argumentación –recordamos– examina cuidadosamente el tema de la adaptación del orador al auditorio y es esta zona, entre otras, donde de un modo un poco sesgado se hace presente la problemática del ethos. La lingüística del discurso sostiene que el locutor construye su ethos discursivo atendiendo a lo que piensa que su alocutario sabe o espera de él, es decir, a la imagen que construye del destinatario antes de la interlocución pero que se puede ir modificando durante la misma[xii]. Kerbrat-Orecchioni, por ejemplo, afirma:
El destinatario propiamente dicho, o alocutario (que puede ser singular o plural, nominal o anónimo, real o ficticio), se define por el hecho de que es explícitamente considerado por el emisor L (lo que atestigua el empleo del pronombre de segunda persona y/o dirección de la mirada) como su compañero en la relación de alocución. Por tanto, las operaciones de codificación están parcialmente determinadas por la imagen que de ellas se construye L (1997: 32).
El alocutario se halla, pues, presente en el texto donde su imagen queda de algún modo registrada. Para dar cuenta de esa presencia en los casos en que el discurso no le esté dirigido o cuando no se encuentre explícitamente descrito o sólo lo esté sesgadamente, es necesario localizar opiniones, creencias y evidencias que el discurso atribuye al alocutario.
El retorno de una retórica en donde prevalece la inventio al universo de las reflexiones sobre el discurso[xiii] no se produjo sólo vía Perelman. La ampliación de la variante restringida mucho le debe a la obra de Barthes; este mérito, sin embargo, es tributario de uno mayor: sus reflexiones sobre la retórica antigua balizaron el camino que emprendería más tarde la lingüística del discurso, al indicar, principalmente, la necesidad de relevar la unidad de análisis y las herramientas para abordarla:
Es evidente que el discurso mismo (como conjunto de frases) está organizado y que por esta organización aparece como el mensaje de otra lengua, superior a la lengua de los lingüistas: el discurso tiene sus unidades, sus reglas, su “gramática”: más allá de la frase y aunque compuesto únicamente de frases, el discurso debe ser naturalmente objeto de una segunda lingüística. Esta lingüística del discurso tuvo durante mucho tiempo un nombre glorioso: la Retórica (citado por Adam, 2002)
Antecedente, por tanto, de una lingüística orientada hacia el discurso, la antigua tejné rhetoriké es, según Barthes, un metalenguaje que puede ser pensado como una máquina destinada a producir discurso (1982: 12). En la inventio, una de las operaciones de la máquina retórica, Barthes ubica al ethos, caracterizándolo como un proceso de orden discursivo e imaginario. Imaginario, pues pertenece al servicio de la dimensión psicológico-emotiva[xiv] de la retórica, aunque se trata de una psicología proyectada (es decir: no de lo que realmente se tiene en mente, sino de lo que se cree que el otro tiene en mente). Esta dimensión se apoya en la tópica, con más precisión aún, en lo que la experiencia califica como el lugar de lo verosímil[xv], premisa pone en juego una serie de datos previos al acto de locución. Proceso discursivo también, ya que los atributos (ehtè) que componen la imagen que el orador le ofrece al auditorio, lo que quiere ser para el otro, se vehiculizan a través del discurso, si bien no por medio de lo que informa, sino de lo que muestra. Así pues, el ethos es una connotación: pertenece a la periferia del sentido.
Con claridad muestran los trabajos de Perelman y Barthes la necesidad de suturar, sea por la vía psicológica, sociológica o psicosociológica, las instancias discursivas y extradiscursivas comprometidas en la noción de ethos. Así, la articulación queda habilitada por el ingreso de nociones que dan cuenta de algún tipo de conceptualización y categorización de lo real en la cual adviene la construcción del ethos discursivo, tal como formaciones imaginarias (conjunto de imágenes que quien ocupa el espacio de locutor tiene sobre el espacio que ocupa y el que ocupa el alocutario, Pêcheux, 1978), representación (“conjunto de creencias, conocimientos y opiniones producidos y compartidos por los individuos de un mismo grupo, respecto de un objeto social dado”, Guimelli, 1999: 64) y –como se verá– estereotipo (“representaciones cristalizadas a través de las cuales se filtra la realidad del entorno” Amossy, 2001: 32)[xvi].
En suma, que el regreso de la retórica clásica que tuvo lugar promediando el siglo pasado ensanchó dos campos: el de la misma retórica, que ya no se vio restringida a lo que de ella había sobrevivido, es decir, a la elocutio, y el de la lingüística, puesto que el contacto con ese paradigma le permitió repensar de modo radical el fenómeno discursivo. Es en este marco que la noción de ethosvuelve a ocupar un espacio importante entre las categorías involucradas en el análisis de la producción discursiva, como parte de una apropiación y resignificación de muchas de las categorías retóricas por parte de las ciencias del lenguaje[xvii].
4. El ethos en la pragmática y el análisis del discurso
Si bien ubicábamos en las décadas del 50 y 60 del pasado siglo el retorno de la retórica al que nos venimos refiriendo, la pragmática y la lingüística del discurso se apropiaron tardíamente del concepto de ethos. Las primeras observaciones de M. Le Guern (1978) fueron recién retomadas Ducrot, en El decir y lo dicho, publicado en 1984, y por D. Maingueneau en varios de sus trabajos.
Señalemos primero que Ducrot integra la noción clásica de ethos en su teoría polifónica de la enunciación con el objetivo de ilustrar la distinción entre locutores L y λ[xviii]. Es suyo también el mérito de ser el primero en pensar la cuestión del ethos dentro de una teoría de la enunciación que distingue –como lo hacía Barthes– lo mostrado de lo dicho, separando cuidadosamente ser en el mundo (locutor λ, elemento de la experiencia) y sujeto hablante (locutor L) al que se le atribuye el ethos.
Acudiendo a mi terminología, diré que el ethos es atribuido a L, el locutor como tal: por ser fuente de la enunciación se ve ataviado con ciertos caracteres que, por contragolpe, tornan aceptable o rechazable esa enunciación. Lo que el orador podría decir de sí mismo en cuanto objeto de la enunciación, concierne en cambio a λ, el ser en el mundo, y no es éste quien está en juego en la parte de la retórica a que me refiero (1986: 205).
El análisis de este locutor L, permite ligar el ethos tanto a la inventio, como a la elocutio (elección de las palabras) y a la actio (cadencia, entonación).
Maingueneau (2002), por su parte, instala el ethos en la enunciación como parte de la construcción de la identidad. Lo define como una corporalidad: una instancia enunciativa caracterizada por tener un “cuerpo” y una “carácter” específicos (e independientes del cuerpo del hablante), cuerpo y carácter a los cuales se arriba a través de una “voz”, un “tono” presente en todo texto, sea oral o escrito, a los que está asociado. Ese enunciador encarnado cumple el papel de garante, fuente legitimadora que certifica lo que es dicho.
Cuerpo y carácter del garante son tributarios de las representaciones colectivas: para identificarlos, el alocutario debe apoyarse en un acervo poco preciso de estereotipos asociados a ciertos comportamientos que el proceso enunciativo irá confirmando o transformando. Por otra parte, Maingueneau afirma que esta identificación no se limita a un cuerpo y un carácter, sino que implica también el reconocimiento de un mundo ethico adyacente al garante y que involucra cierto número de situaciones estereotípicas que se corresponden con esos comportamientos.
Considerando especialmente nuestro corpus de análisis, conformado por textos de tipo académico, surge inmediatamente un interrogante ¿cómo determinar el ethos de un enunciado que, al menos en prinicipio, no muestra marcas de enunciador? ¿cómo identificar un garante en textos desprovistos de marcas de subjetividad? Maingueneau llama aquí la atención sobre los géneros. En una situación de desinscripción enunciativa absoluta, el peso de la activación de los estereotipos se desplaza hacia otras instancias discursivas, como puede ser el género, con mayor grado de univocidad y eficacia –creemos– en espacios o comunidades donde se comporten como formas instituidas o directamente institucionalizadas. Es este el caso de la mayoría de los textos que nos ocupan, en donde a pesar del borramiento de las huellas de subjetividad, resulta posible hablar del ethos que emana de un garante para caracterizar la fuente enunciativa. El lector de un artículo de investigación o de una ponencia en acta, por ejemplo, reconoce, a partir de la identificación del género, el cual moviliza ciertos estereotipos, que el garante habla en nombre de un colectivo (i.e.: los científicos, los sabios, los investigadores) que, a su vez, representa una entidad abstracta (i.e.: el conocimiento, la ciencia) con un mundo éthico asociado fácilmente reconocible y caracterizable (i.e.: investigadores en bibliotecas, sabios de guardapolvos blancos en laboratorios).
Extendiendo el tema de las representaciones a la instancia de locución, hay que reconocer que el destinatario puede construirlas incluso antes de que hable el locutor, lo que, para Maingueneau, justificaría el acuerdo con la distinción entre ethos discursivo y prediscursivo. Y aquí también es posible contemplar los casos en que el alocutario no dispone de representaciones previas del ethosdel locutor (i.e.: al abrir una novela). La opción que toma Maingueneau es volver a subrayar la importancia de los géneros:
De todas maneras, incluso si el destinatario no conoce bien el ethos previo del locutor, el solo hecho de que un texto pertenezca a un género del discurso o a un cierto posicionamiento ideológico induce a expectativas en materia de ethos (2002: 58).
Otra ventaja explicativa de la noción de ethos prediscursivo: permite zanjar, por la vía de la consideración de las representaciones activadas en el intercambio, una polémica sobre la eficacia discursiva entre posiciones teóricas que aparecen como irreconciliables: la de la sociología de las instituciones tal cual la práctica Bourdieu y la de la pragmática anglosajona. Recordemos que para esta última corriente, el éxito de la fuerza ilocucionaria de un enunciado proviene, siempre que las circunstancias de su enunciación sean las apropiadas, del mismo enunciado. Bourdieu, en cambio, ha insistido sobre la necesidad de entender la eficacia ligada al ejercicio de la palabra como producto de una posición de autoridad dentro de un grupo. Para él, la competencia lingüística es
La capacidad estatutariamente reconocida a una persona autorizada, a una “autoridad”, para emplear en las ocasiones oficiales la lengua legítima, es decir, oficial (formal), lengua autorizada que crea autoridad, palabra acreditada y digna de crédito o Performativa, que pretende (con las mayores posibilidades de éxito) producir efecto (1985: 43).
Así pues, según Bourdieu la eficacia discursiva dependería de una autoridad sustentada en la posesión de cierto capital por parte del locutor. Es posible superar esta polémica, sosteniendo que, en realidad, existe una relación de complementariedad y no de exclusión entre ambos factores: configuración discursiva y autoridad institucional actúan de modo simultáneo e implicándose mutuamente para cimentar la eficacia de la identidad discursiva. Para fundamentar esta complementariedad resulta necesario echar mano a la noción de ethos prediscursivo. Según Amossy, el juego de representaciones que dan lugar al ethos prediscursivo está sustentado en la autoridad institucional del locutor, en su nivel de legitimidad dentro del campo (1999: 147). En suma, además de la imagen que, en términos generales, se hace el alocutario del locutor con anterioridad al acto de locución, el ethos prediscursivo involucra también la consideración del estatuto institucional del locutor, su posición en el campo de donde proviene, en parte, la legitimidad de su decir. Para el análisis de textos académicos, esta preocupación por la institución universitaria nos parece clave.
5. Un análisis
Presentamos ahora un análisis no exhaustivo en el que abordamos un corpus de ponencias con la categoría de ethos tal como la entiende Maingueneau. La ponencia es un género que está poco caracterizado y mucho menos lo está su secuela escrita: la publicación en actas. En tanto perteneciente al conjunto de los géneros académicos, puede afirmarse que genera en el destinatario expectativas similares a los otros géneros de ese grupo, aunque especificadas por la posibilidad de encontrase con marcas de la comunicación oral, aunque esto es relativo, puesto que los textos que integran este grupo suelen ser de oralidad secundaria: escritos para ser leídos. En definitiva, atenderemos aquí al registro escrito de estos textos y a este registro, y no al oral, deberá remitirse la noción de “voz” que utilizamos. Los ejemplos, producidos para el mismo congreso y para las mismas actas– de se inscriben en la misma disciplina. Por otra parte, fueron tomados de la sección Introducción de los trabajos; esta elección no es azarosa, pues la Introducción es el momento inicial de constitución de la identidad enunciativa, en relación con el cual el texto la va a seguir trabajando.
Veamos el primer texto del corpus:
i. “INTRODUCCIÓN. Este trabajo expone algunas reflexiones acerca de experiencias realizadas en el marco de la investigación denominada: «xxxxxxxxxxxxxxxxxx» (UBACyT Uxxxx, dirigido por la Dra. Xxxxx xxxxxx), centrada en las producciones argumentativas de estudiantes del Ciclo Básico Común de la U.B.A.
En el transcurso de nuestra investigación hemos evaluado la calidad de las producciones de los estudiantes y, a partir denuestras comprobaciones de su bajo nivel, hemos diseñado estrategias de aprendizaje que los condujeran a:
a) la expresión de opiniones en una discusión a partir de la formulación de preguntas críticas,
b) la justificación y/o refutación de puntos de vista o argumentos en forma oral y escrita, y
c) la posibilidad de aprendizaje autorreflexivo de estrategias argumentativas mediante apelaciones de metacognición (…)”
En este fragmento se enuncia desde el comienzo el objetivo de la ponencia y se instala en primer plano la pertenencia grupal (es un UBACyT[xix]) e institucional que ampara a la investigación y al investigador. El macroacto comunicativo está caracterizado como “exponer reflexiones”. “Evaluar”, “investigar”, “diseñar” son las acciones, todas de carácter intelectual, que dice desplegar el locutor y que evocan a aquellas que esterotípicamente cabe asignarles a los científicos en ciencias duras. Una sintaxis simple, un léxico que se asienta sobre el eje de la objetividad, aunque tiene cierta especificidad técnica (“autorreflexivo”, “metacognición”…). La inscripción enunciativa es mínima y de naturaleza convencional (la primera persona del plural), o directamente se prefiere el uso de la tercera persona (“Este trabajo expone”). En definitiva, muestra este texto la presencia de un garante identificado con la comunidad (el mundo ethico) de los científicos.
ii. “INTRODUCCIÓN. La problemática que nos lleva a presentar esta exposición no es nueva ni desconocida. Es casi un lugar común hablar de «lo mal que escriben los integrantes al nivel superior» ya sea universitario o terciario. Más aún, este tema ha sido repetidamente fuente de preocupaciones oficiales. Lo único que sorprende es que se repite el discurso que años atrás se refería a los chicos que ingresaban en el secundario. Y decimos secundario y no EGB o Polimodal. Y no es mera casualidad (…).
El tema es casi un clásico. Todos sabemos que lectura y escritura son las prácticas de mayor presencia en estos niveles y –de modo esencial- en los institutos de formación docente. Nosotras nos desempeñamos –precisamente- en un Instituto de formación docente y hace tiempo que empezamos a preocuparnos. La primera pregunta que nossurgió ante el problema fue ¿cuándo empezó a masificarse la carencia? ¿Dónde? Y casi inmediatamente empezamos a preguntarnos por el porqué.
No somos especialistas. Nos avala la experiencia de enfrentar a diario, desde nuestras cátedras xxxxxxxxx xxxx, en el Instituto xxxxxxxxxxxxxx, una problemática que día a día se convierte en una nueva forma de exclusión”
El segundo caso es casi el opuesto del anterior. El garante construido ostenta rasgos y valores que lo alejan de aquellos de un mundo ethico científico o academicista, y antepone la actividad corporal a la intelectual. La estrategia puesta en funcionamiento aquí apunta a una máxima visibilidad de la instancia autorial (el “nosotras” remite a las dos autoras de la ponencia) y a la elaboración de un garante que no se pliega a un ethos científico, sino más bien a otro totalmente distinto, cuyas coordenadas son su contacto, a través de la experiencia directa, con los problemas de la realidad cotidiana; un ethos que se construye trabajando sobre el estereotipo –particularmente significativo en las representaciones que circulan en la sociedad argentina– de un agente con experiencia directa y aprovechada en zonas desfavorecidas del ámbito educativo. Esto resulta patente desde la presentación misma de la comunicación: la exposición surge de una problemática (no de la mera actividad reflexiva) y se refuerza en el plano de la evidencialidad, puesto que se explicita la circulación social del problema y el contacto directo que tienen las autoras con él. A diferencia del anterior, los verbos de este texto realzan la dimensión corporal de la actividad docente: “nos desempeñamos en un instituto”, “desde nuestras cátedras enfrentamos a diario unas problemáticas”
De este mínimo análisis nos gustaría mantener, primero, que la noción de ethos tal como la define Maingueneau se muestra eficiente para dar cuenta de las distintas estrategias activadas por un locutor en la construcción de la identidad enunciativa y, por tanto, en la vinculación que establece con el alocutario o, como lo muestra nuestro corpus, con una comunidad discursiva (aquí, la académica). Segundo, la noción permite asimismo establecer inferencias acerca de las representaciones que tiene el locutor sobre la comunidad y su posición dentro de ella. Otro tipo de datos –por supuesto– permitirían abrir el juego de variables y adjudicarle otros sentidos a estas estrategias (i.e.: capital cultural del locutor, tradición disciplinar en la que se inscribe, etc.).
6. Conclusiones
El análisis del discurso y la pragmática han ampliado significativamente la noción de ethos, aunque lo han hecho bajo el riesgo cierto de volverla inestable y poco útil para dar cuenta de un fenómeno de modo consistente. Sin embargo, para concluir, quisiéramos insistir sobre algunas cuestiones bosquejadas antes, a fin de balizar los elementos de esta ampliación que aparecieron como analíticamente productivos.
Primero, la recuperación de la actio. Olvidada con el avance de la retórica sobre los textos escritos, es recuperada tanto por Ducrot como por Maingueneau a través de la consideración de la entonación implicada por su “antropomorfización” del ethos.
En segundo lugar, la noción de ethos que manejan el análisis del discurso y la pragmática no tiene, como sucede en su uso retórico, ninguna especificación a priori más que la de remitir a un cuerpo y a un carácter: ni honestidad, ni carácter moral, ni decoro. Anclada a las representaciones que circulan socialmente, la noción es descriptivamente neutra y corresponde al analista determinar qué indicios lingüístico-discursivos y paratextuales va a considerar para el análisis del ethos en un texto concreto (i.e.: elección del registro de lengua y de las palabras a la planificación textual, pasando por el ritmo y la facilidad de palabra, etc.). Así, se ha ampliado el uso práctico de esta noción, aunque, como bien señala Mainguenau (2002: 67), cobra entonces importancia “definir por intermedio de qué disciplina la movilizamos, con qué perspectiva, y dentro de qué red conceptual”.
Cabe resaltar, por último, cómo el ethos también se muestra sensible a la posición central que, para el análisis del discurso, adquirió la noción de género discusivo en el estudio de la comunicación. Al menos en los textos escritos, la configuración enunciativa no puede escapar al espacio instituido de los géneros, donde los roles de los participantes se encuentran preestablecidos y siguen rutinas más o menos reconocibles. Así, como –ya lo señalamos– sucedía en el caso de la recepción, el locutor debe trabajar su ethosen función del papel determinante de los géneros antes y durante la producción discursiva.
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